Ernst Jünger pensaba que el culto a los muertos era el principal síntoma de que una cultura ha echado raíces. Según el guerrero-poeta: «La cultura se basa en el tratamiento que se da a los muertos; la cultura se desvanece con la decadencia de las tumbas». De esta manera el gran pensador alemán se sitúa en la senda de Bernardo de Chartres cuando nos advertía de que para mirar más lejos debemos subirnos a los hombros de los gigantes que nos han precedido. El Ayuntamiento de Córdoba hace muy bien, por tanto, en declarar a Manolete Hijo Predilecto. Quién no cuida sus raíces no puede pretender florecer.

El reconocimiento a los mejores antepasados, a su carácter y a su legado, es un síntoma de que nos encontramos ante alguien en verdad aristocrático. Y, creánme, pocos hay en Córdoba con el talento y el talante de Fernando González Viñas, coordinador del año del Primer Centenario del nacimiento de Manolete. González Viñas no solo es que lo sabe todo sobre Manolete sino que lo hace desde la profundidad del amor por la cultura en su más alta expresión y la amplitud de miras de una mente abiertamente liberal. Honrado porque me invitara a participar en los actos de Manolete vive lo primero que recordé fue la sentencia de Orson Welles: «Si yo fuera español estaría orgulloso de haber vivido en el mismo siglo que Manolete».

La cuestión que surgía inevitablemente tras el aserto de Welles es si en el siglo XXI la figura de Manolete podría seguir teniendo sentido. En la época de Facebook, Twitter y los youtubers, ¿cómo podría alguien como Manolete --mitad samurai, mitad derviche- seguir siendo una figura viva? Paradójicamente ha sido una de las grandes herramientas de Internet, Youtube, la que ha dotado de una nueva vida al torero que culminó la esencia del toreo puro. Porque, anteriormente a la emergencia del repositorio virtual de vídeos, solo podíamos acercarnos a la figura del matador que murió en Linares a través de los textos de los que lo admiraron hasta el delirio y lo denostaron hasta la calumnia. Por supuesto, contábamos con las fotografías de Canito, pero el toreo es un arte esencialmente dinámico, amén de efímero, por lo que eran insuficientes para calibrar la verdadera originalidad y potencia del toreo que desplegaba Manuel Laureano Rodríguez Sánchez.

Decía Nietzsche respecto de su filosofía que era dinamita porque era radicalmente intempestivo. Y precisamente el calificativo que mejor se le podría aplicar a Manolete es el de intempestivo. Contra los toros, contra Franco, contra la sociedad, contra una España desgarrada por la guerra civil y puritana por la reacción nacional-católica, Manolete supo mandar, parar y templar. Siempre en el filo de la espada, toda su vida tuvo que sortear los cuernos de las distintas bestias --animales, políticas y sociales-- que le tocaron en suerte y a las que se enfrentó con valentía, inteligencia y una voluntad de gallardía como no se había visto. Sostiene González Viñas que hay toreros que fantasean con morir en la plaza y que uno de ellos era Manolete. Como en el verso que García Lorca dedicó a Ignacio Sánchez Mejías «Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca», en Manolete se adivina una pulsión de Thanatos que lo empareja a mitos como Aquiles, Lawrence de Arabia o, en el mismo orbe taurino, Juan Belmonte o José Tomás. Como rezaba el lema del protagonista de una película de Nicholas Ray: «Vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver».

Viendo en Youtube la penúltima corrida de Manolete --en la Beneficencia de Madrid, un mes antes de que Islero lo corneara-- se puede apreciar lo que hizo al matador cordobés el más grande de la historia: mientras torea está a la vez vivo y muerto. Y es que Manolete ha sido el torero que más ha compartido con el animal su condición de víctima sacrificial. Herido y sangrando, Manolete continúa con su performance taurina con la misma quietud y resolución con la que Marina Abramovic lleva su cuerpo al límite en el arte conceptual porque para ella «la piel es un mero caparazón». Del mismo modo, pareciera que para Manolete, extraordinariamente delgado y sutil en las trémulas imágenes en blanco y negro, se convirtiera en un guerrero Jedi a punto siempre de desaparecer en su traje de luces ante la embestida de la cornamenta mortal.

Sin embargo, a diferencia de Obi Wan Kenobi, Manolete no se transmutó en puro espíritu de luz sino que fue atravesado por una herida de asta de veinte centímetros de longitud. Sin embargo, y como el guerrero-santo de la saga cinematográfica, Manolete sigue siendo un referente ético y estético, un faro que ilumina el camino hacia esa fusión artística de belleza y riesgo, de emoción y matemáticas, de trascendencia y sangre que sigue haciendo del toreo en el siglo XXI el arte total por excelencia.

* Profesor de Filosofía