Hay un capítulo en Ordesa, la novela de Manuel Vilas, en la que el padre y autor espera la llegada de su hijo adolescente. Antes ha tratado de ordenar su piso más o menos recién estrenado de nuevo divorciado o de soltero: ha quitado los papeles de la cama en la que dormirá su hijo, ha cambiado las sábanas y ha limpiado de una manera más o menos aparente. El resultado le ha parecido relativamente satisfactorio. Después se ha acercado al supermercado y ha comprado zumos, o cualquier otro tipo de bebidas que puedan gustar a un adolescente. Pensando en la cena, ha escogido un paquete de salchichas rellenas. Son unas salchichas especiales, y el padre y autor de la novela parece pensar que seguramente gustarán a su hijo. Digamos que cuando lees ese fragmento tienes la impresión de que este hombre ha depositado demasiadas esperanzas en esas salchichas, porque la herida que trata de cerrar es tan profunda como visible. El lector espera la llegada del hijo como si también estuviera sentado en el sofá de pequeño salón. Es otra virtud de este libro, o de esta novela: que desde la primera página no tenemos la impresión de estar leyendo, sino de habitar un espacio. Mejor dicho: una sucesión de espacios de la memoria y la emoción, del dolor y la pérdida. Cuando llega el hijo, el lector intuye que algo no saldrá bien: con los auriculares puestos, apenas habla. Cuando el padre y autor le sugiere dar un paseo, o ir juntos al cine, y le habla de la cartelera, el chico apenas le hace caso. El lector tiene la sensación de que lo está escuchando por lástima, de que ha ido a verlo por lástima, porque tiene cosas mucho más importantes que hacer. Se quedarán ahí un rato, delante de la televisión. Cuando llega el momento de cenar, abre el famoso paquete de salchichas rellenas y las hace en la sartén, su hijo ni siquiera las prueba. Después se marcha, porque le están esperando unos amigos. El hombre se queda solo, en el espacio minúsculo de su piso de divorciado que de pronto se vuelve un lugar gigantesco, y el lector sigue con él.

Hasta aquí podría ser una descripción más o menos naturalista de un encuentro frustrado entre un padre separado y su hijo adolescente. Pero lo extraordinario sucede cuando Manuel Vilas piensa en lo que pensará su hijo, a su vez, cuando él ya no esté: recordará --porque está seguro de que lo recordará, y el lector también lo está, porque continúa ahí con él-- todos los esfuerzos que hizo su padre para hacer de esa velada un momento agradable. Recodará que le habló de ver una película o de dar un paseo. Recordará el paquete de salchichas rellenas, y también recordará, con pena, cuando su padre ya no esté, que él prefirió, como cualquier adolescente, irse por ahí con sus amigos. Pero Manuel Vilas, el padre y autor de esta novela, de este libro total, de este monumento de carne y nervio vivos, nos explicará entonces que con estos recuerdos futuros que tendrá su hijo lo que él está haciendo, en realidad, es preparar su viaje de regreso hacia él, del mismo modo que su propia madre, que ya ha muerto, cuando le preguntaba cómo le iba, o cuando le pedía que fuera a verla, o cuando le cocinaba, o cuando lo llamaba cada día, también estaba preparando el camino de regreso de Manuel Vilas no solo hacia el recuerdo, sino a la realidad perdida de su madre, que ahora sólo existe dentro de él. En este fragmento prodigioso de su aclamada novela Ordesa Manuel Vilas nos enseña que todos andamos enhebrando caminos de regreso para la gente que amamos, como antes nuestros padres hicieron con nosotros y como también nosotros haremos con nuestros hijos. Rutas de regreso hacia la verdad amorosa que una vez rechazamos no del todo, sino sutilmente, porque estábamos afanados y enfangados en vivir, aunque volverá a nosotros.

Mucho se ha escrito de Ordesa y también el propio Manuel Vilas ha escrito sobre el agotamiento de la ficción y la necesidad de introducir a fuego la autobiografía en la narrativa. No le falta razón, pero esta nueva y vieja religión del intimismo biográfico también podría entenderse como un cansancio de la imaginación. Lo importante es cada libro. Y lo importante de Ordesa es su tratamiento descarnado de una historia propia, de las propias caídas del autor protagonista, de sus padres perdidos, de sus hijos, de su zozobra en un mundo que da la espalda a la escritura. Lo importante es que todos tenemos un Ordesa: la ruta de regreso hacia un lugar de amor que empezó a dibujarse mientras la vida nos hacía estar mirando a otra parte.

* Escritor