Se mueve Puigdemont en una niebla que no ha sido capaz de definir sus últimas fronteras, con qué voracidad podrá salvar sus propia siluetas. En un limbo legal que sólo encuentra un marco de seguridad jurídica en el delito de sedición, apela a la “oposición pacífica” para justificar su proyección de bruma sobre los días presentes, con su margen de rápido vaivén en los futuros. Cuestionado por la masa vocera de la CUP, que sólo tiene claras las estatuas que quiere derribar y deja lo demás -o sea: la vida- en un teatro de sombras sensacionalistas, al apelar a esa “oposición pacífica” se hermana con sus socios de desgobierno y sigue tirando de épica de garrafón sobre la calle y nervio vivos, sin pensar en la carnicería. Porque puede pasar que agitando la acera y la tensión de las voces lumínicas, con unas cuantas señoras dispuestas a que corran ríos de sangre y unos cuantos padres con sus hijos de tres años subidos en los hombros ante los antidisturbios, todo esto termine con un baño de golpes y de fotos que sea su último grito internacional.

Artur Mas ha fracasado porque no ha salido esposado de la Generalitat. El suyo era un protagonismo autoimpuesto sobre su propia vida, una especie de caudillaje que no era hijo de su personalidad, sino de las circunstancias. El delfín Puigdemont ha debido de creerse que la secuela llega con una promoción a todo riesgo y por eso se afana en su continuidad por encima de idas y venidas, de coplas alteradas con regreso a una heroicidad de cartón piedra y a una caricatura que revela un estigma interior. Tanto Puigdemont como Junqueras, cada uno en su estilo peculiar de mirada, abandonada por cualquier brillo de inteligencia una o directamente torva la otra, escorada hacia su propio mundo paralelo de llantina y percusión en las caceroladas de ilustración nocturna, frente a los guardias civiles amenazados, mientras se vindica la cursilería de ser “buenas personas” y decirlo a lo ancho de vendavales ácidos, por acción u omisión, han terminado lanzando a la gente contra sí misma, a la conquista de su aniquilamiento.

Hay un momento en que una población tiene que ser consciente de que la están usando como carnaza. Claro que al final de cada manifestación siempre hay disturbios, siempre hay gente que agrede, que suele corresponderse con una minoría: sólo hace falta revisar las hemerotecas que el independentismo acabará quemando, para que no exista ninguna narración de lo real anterior al 1 de octubre. Los ultras son iguales de terribles en los dos extremos de la fuerza viva, porque entre medias ponen en peligro a una ciudadanía que sólo aspira a la normalidad. Pero es fundamental que se responda al nuevo fanatismo, a esta nueva fe que se levanta con una mezcla torpe y tropezada en el buenismo y un rescoldo brutal antisistema con la paciencia del razonamiento y una revisión de situaciones análogas. Cuando Puigdemont apela a la “oposición pacífica y democrática” -él, que ha quemado la democracia con un fuego frío de bobería, pero fuego al fin, ignorando que las elecciones autonómicas de 2015 las ganó una mayoría no independentista, y marchando en contra de más de la mitad de ese escrutinio, y de su población votante-, lo que quiere es que su gente se convierta en una guardia pretoriana no sólo de su cuerpo, sino también de una epopeya que necesita sangre para sobrevivir.

No se paga a los políticos para que nos lancen a la calle. No se les convoca, no se les elige para que nos conviertan en carne de cañón unos contra los otros. Cada vez que escucho a un miserable escribir algo así como “Nos vemos en las calles”, me pregunto cuántos golpes está dispuesto a recibir de verdad, en lugar de empujar a los demás. Las algaradas, como la grieta y la sangre, sólo se controla cómo empiezan, y tampoco mucho. El franquismo era otra cosa, claro: un moratón verdadero de una porra en las costillas tardaba un mes en desaparecer. Ahora sólo existe una ciencia-ficción de lo que ocurrirá, y el independentismo calcula si le viene mejor, o peor, formar parte o misterio de la legalidad, para poder seguirla minando desde dentro, o instalarse fuera.

Creo que la verdadera oposición pacífica es la que ha venido sosteniendo esa otra mitad de la población, más de la mitad en las últimas elecciones, que ha sido sometida al delirio de un Gobierno que sólo ha trabajado no ya para la otra mitad, que tampoco, sino para la destrucción de un territorio. Puigdemont, por ahora, continúa su rumbo zombi por la neblina de su imaginación.

* Escritor