El verano es para las bicicletas, pero también para viajar, compartir, reencontrar a familiares y amigos, ir de fiesta, leer y, por qué no, ver muchas de esas películas que en su momento te pasaron desapercibidas o no pudiste encajar de ninguna manera en el tiempo siempre limitado del devenir cotidiano. No a todos les gusta asarse a fuego lento en la playa de turno, apiñado entre miles más de sus congéneres; ni tampoco todos, por las razones que sean, tienen la oportunidad de vivir durante la canícula en zonas de España donde las temperaturas permitan andurrear en horas que en otros lugares son prohibitivas por el calor inmisericorde que amenaza abrasar las vías respiratorias apenas se pone un pie en la calle. Quedan, pues, en el día muchos espacios muertos, ideales para sestear, hacer tertulia, disfrutar de un buen libro, o fajarse con una película. Pues bien, una de las que, personalmente, he tenido la oportunidad de disfrutar durante las vacaciones veraniegas de este año ha sido Un don excepcional, de Marc Webb (2017). Trata, en mi opinión con cierta solvencia, la historia de Mary, niña huérfana de madre, superdotada para las matemáticas, cuya custodia se disputan salvajemente un tío y la abuela materna, enfrentando en realidad dos modelos de educación: la de quien desea para su sobrina una vida normal, y la de una abuela que, no teniendo bastante con haber conducido al suicidio, ante su incapacidad para asumir y gestionar el don con el que la naturaleza la había dotado, a su hija y madre de la niña -también un genio del razonamiento matemático-, quiere para la nieta un trato de adulto, sustraerla de su mundo infantil, encerrarla en un centro de alta formación y potenciar sus capacidades.

Más allá de la calidad de la película, de su carácter algo previsible en ciertos aspectos, o de las interpretaciones un tanto desiguales -destacan un contenido y sorprendente Chris Evans; una fría y despiadada, casi demente, Lindsay Duncan; una siempre eficaz y estupenda Octavia Spencer, y, por supuesto, Mckenna Grace, la actriz que encarna a la niña, por una vez más frágil que repelente, casi en la senda del Haley Joel Osment en estado de gracia que protagonizó hace ya muchos años El sexto sentido-, la película tiene la habilidad de plantear, con mesura, prudencia y buen juicio uno de los temas más trascendentes de la educación contemporánea, no solo en los niveles bajos de la enseñanza, sino también en los universitarios. Está demostrado: una de las razones habituales por la que los niños superdotados abandonan los estudios o decaen en su nivel de rendimiento radica en la falta de motivación, el aburrimiento y la incapacidad de sus profesores o del sistema para canalizar adecuadamente sus múltiples potencialidades; pero ¿es la solución aislarlos, rodeándolos solo de otros como ellos, preocupados únicamente por desarrollar con mayor o menor tino sus respectivos habilidades y genio? Tal vez no. En la Universidad estamos viviendo estos últimos años la irrupción de jóvenes discapacitados físicos e intelectuales que hasta hace muy poco veían limitadas sus vidas a la casa, y su educación, en el mejor de los casos, a preceptores privados o a la que podían ofrecerles sus propios padres. Hablo de ciegos, sordos, autistas o paralíticos cerebrales, entre otros, que han invadido nuestras aulas, y que complican hasta extremos nunca vistos la labor de los profesores, entregados al máximo y sin reservas para adaptarse a estas nuevas y no siempre fáciles realidades, gestionadas genéricamente en cada Universidad desde unidades ad hoc, también de creación reciente. Son personas con todos los derechos del mundo; representan, sin duda, uno de los triunfos más importantes de la sociedad de nuestro tiempo en cuanto a inclusividad, integración e igualdad ante la diferencia. El problema, por tanto, no es ese. La gran pregunta es otra: ¿estamos los profesores «normales» capacitados para atender, apoyar y enseñar como merecen y necesitan estos jóvenes? Entiendo perfectamente que, en aras de su integración, acudan a centros públicos como cualquiera otro de sus compañeros; pero, más allá de que las aulas reúnan o no las condiciones exigibles para adecuar la enseñanza a sus limitaciones, ¿no requerirían al menos de profesorado especializado en enseñanzas adaptadas a sus particulares perfiles, y centrado exclusivamente en su enseñanza? Por desgracia, no todos los docentes cuentan con los recursos, la formación, la capacidad e incluso el tiempo que requiere una labor tan complicada; y, créanme, no es falta de voluntad. Corremos, por tanto, el riesgo de, por un afán igualador guiado en la mayor parte de los casos por las reglas no siempre acertadas de lo políticamente correcto, estar perjudicando a estudiantes cuyas aptitudes intelectuales, a pesar de sus síndromes, sobrepasan con frecuencia a las del resto de sus compañeros. De ahí mi reflexión; también, mi preocupación.

* Catedrático de Arqueología de la UCO