Quizás la felicidad sea, primordialmente, una remembranza ilusionada. Por eso, en el siglo pasado, tras el ascenso al poder de los fascistas y los nazis, se escribió mucho sobre los felices años 20, cuya felicidad fue descubierta, posteriormente, a tiempo pasado, por quienes, en la Segunda Guerra Mundial, y para huir de sus horrores, anhelaron el París donde las vedetes del music-hall aseguraban sus piernas en millones de francos; todo el mundo bailaba el charlestón; soñaba con un progreso indefinido y creía en las vitaminas... Ideal París irrefutable en el que despuntaban Maurice Chevalier y Jeanne Mistinguett; e imponía a las mujeres, las melenitas a lo garzón y, en las playas, unos bañadores parecidos a los maillots con lentejuelas que lucían las trapecistas del circo Medrano. Todo el compendio de los tópicos felices.

Por eso mismo -porque la felicidad es, principalmente, una reminiscencia optimista- nuestras mentes más lúcidas elogian, como feliz, la Transición política de la dictadura a la democracia, que no tiene parangón en la historia, tantas veces pugnaz, del país. Hoy día, ni ETA mata, ni la inflación anda desbocada, ni existen veleidades golpistas; no obstante, aquella época -finales de los 70 y principios de los 80-, comparada con los presentes desencuentros, gatuperios y puñaladas traperas, resulta políticamente feliz. Tal vez ello se deba a que, entonces, la espera estaba compaginada con la esperanza, mientras realidad y deseo se aproximaban idílicamente.

Desde luego, resulta indudable que la felicidad posee un componente subjetivo y otro circunstancial. Dos ejemplos al canto: el primero antiguo y el segundo moderno. El viejo lo remontamos al poderoso califa cordobés Abderramán III que, según refieren los cronistas áulicos, en toda su existencia, según propia confesión, solo fue feliz diez días, y no seguidos. El otro ejemplo, el moderno, lo encontramos en el justo y clarividente Albert Camus que en su primer libro -Bodas- se confesó dichoso por vivir, pese a su pobreza monetaria, en un litoral luminoso donde florecían los almendros y las muchachas frutales y afectuosas. Entorno soleadamente mediterráneo que era capaz, por sí mismo, de disolver la adversidad. Un sueño neoplatónico que le duró hasta enfermar de tuberculosis y sufrir muy cerca los crímenes de Mussolini, Hitler y sus acólitos. Entonces, Camus, desde los editoriales de Combat, el periódico que dirigía, lamentó que los hombres murieran sin haber sido felices y que, durante la desoladora posguerra, tuviesen como aspiración suprema leer periódicos y fornicar.

Lo antedicho, referido a vuela pluma, nos introduce en otros tiempos más cercanos que, en el momento actual, también los consideramos relativamente felices y que duraron desde comienzos del siglo presente hasta que llegó la crisis diabólica, semejante a «el rayo que no cesa» de Miguel Hernández, en la que han tenido carta blanca la bárbara codicia y la mentira metódica. Posiblemente por eso, prefigurando lo que se avecinaba, el cardenal Carlo María Martini, arzobispo en Milán, personaje de muy fina inteligencia -conocemos un libro pequeño, pero excelente, que recoge sus conversaciones con Umberto Eco-, al llegar al episcopado escogió este lema lapidario: «Estar dispuesto a amar la adversidad por servir a la verdad».

* Escritor