Ahora que comenzamos las rebajas, y guardamos la imagen de esa postrera San Silvestre de señoras corriendo por los mejores chollos, recuerdo que el más emblemático de los grandes almacenes franceses lleva el nombre de un héroe controvertido. Las Galerías Lafayette eran parada obligatoria para los españolitos de las primeras postales democráticas, lo mismo que traerse en esos días una calculadora, o un reloj digital de Canarias. Fueron muchísimas las aristas de este protagonista de la Revolución francesa, pero una de las razones para dar nombre a esta cadena comercial radica en la elusión de su propia sangre, pues no resulta rentable asociar la compra de una blusa con la guillotina. Lafayette fue el joven oficial que acompañó a Washington en el Potomac en su lucha de emancipación frente a los ingleses. El agitador, a vuelta correo, de las soflamas revolucionarias; el que quiso hacer un dique de contención para la monarquía constitucional cuando la agitación sobrepasó otra pantalla; el que atravesó las líneas enemigas, entregándose a los austriacos, como un jilguero que vuelve a su propia jaula, después de la caída definitiva del reinado de Luis XVI. Cinco años pasó en la cárcel de Olomouc. Y treinta y tres años después irrumpió en esa otra Revolución que noveló Víctor Hugo, buscándose el frustrado intento de la vivificación, como si el apóstol Santiago le hubiese prestado su caballo blanco.

Los lectores rezagados de este artículo ya conocerán el resultado de la investidura. Posiblemente, habrá nuevo Gobierno... o no, cual epitafio marianista. En cualquier caso, resulta desoladoramente desconcertante esta mímesis con los diputados de la Montaña y la Llanura de la Convención que precedieron al Terror revolucionario. Como entonces, los papeles se intercambian. Robespierre no siempre fue un ávido demandante de sangre, pues en la Constituyente adoptó un papel más moderado que los girondinos. Como entonces, es el poder el que moldea el rol de la ideología.

En este confuso escenario, más que el imperio de la ley parece predominar el de la debilidad; y los dos bloques solo se muestran dispuestos a aceptar la entente de la impotencia. De partida, el Gobierno de Pedro Sánchez asume un doble costo: el supuestamente amortizado ejercicio de frivolidad que supone un mayor reparto ministerial (lo de Alberto Garzón como Ministro de Juegos suena como el taquillero de la parte alícuota del antiguo PCE). Y también, el preceptivo carácter ingenuo y cortoplacista de todo pacto con el nacionalismo, y más cuando no ocultan sus objetivos soberanistas.

Pero, sin jugar a la ruleta rusa, de los riesgos tienen que surgir las oportunidades. El sentido de Estado en la derecha hubiese sido propiciar la abstención, como no hace tanto hizo el PSOE en la sacrificada voz de Antonio Hernando. En todos los bandos hay un filibusterismo de la egolatría, y resulta casi imposible repetir la carambola de salir de Olomouc, evitar el cadalso, y anunciar, en la gloria de tu propio nombre, rebajas de hasta un cincuenta por ciento.

* Abogado