Durante los larguísimo meses de pandemia, y mucho más en este inicio de otoño que nos ha cogido sin las lecciones aprendidas, no hemos dejado de darle vueltas a las carencias de nuestro sistema sanitario, a los costes que en términos materiales y humanos está suponiendo la covid y, por supuesto, a las múltiples efectos que la enfermedad produce en nuestros cuerpos. Hemos reflexionado y debatido mucho sobre todo lo que tiene que ver con nuestra salud física, pero me temo que muy poco sobre lo que esta dolorosa experiencia está provocando en el bienestar emocional no solo de las personas afectadas sino en general de todos nosotros. Es decir, me temo que no estamos siendo del todo conscientes hasta qué punto está quebrada nuestra ‘integridad moral’ y, en definitiva, esa suma de ingredientes, difícil de identificar cuando las condiciones son las ‘normales’, que nos permiten sobrevivir más allá del buen funcionamiento de nuestro organismo. De todo eso que hace que cada día podamos ir construyendo nuestro proyecto de vida, en el que son fundamentales las redes empáticas que nos sostienen, los abrazos que alimentan ese hambre que no se sacia con alimentos, las conversaciones que nos permiten crecer y danzar, en fin, todo ese complejo y apasionante engranaje que nos caracteriza en cuanto seres racionales y emocionales. Un sistema que ahora más que nunca se resquebraja, muestra fisuras sin posibilidad de tiritas que las calmen y amenaza con dejarnos mal heridos para una larga temporada.

No he dejado de pensar en todo esto cuando, tras tantos meses de distancia y de miedos que nos hacen desconfiar incluso entre quienes más queremos, he ido sintiendo, por ejemplo, cómo mi padre y mi madre se iban haciendo cada vez más pequeños, como si el nervio que siempre tuvieron, y que mantuvieron durante la primavera e incluso después, ahora saltara por los aires. Me sentí literalmente desolado cuando el pasado domingo, y ante la amarga noticia del fallecimiento por covid de un amigo de mi padre, de esos de toda la vida, de los que uno cree que son como una especie de presencia eterna aunque no formen parte de la familia, me fue imposible acercarme y consolarlo. Dedicar un tiempo al menos a recuperar juntos el aliento: cuánto echo de menos ahora esos abrazos que nunca nos dimos. En la angustia que me hicieron llegar los ojos de mi padre y de mi madre, casi unos desconocidos tras la mascarilla que nos convierte en una especie de zombis, me di cuenta, con más rotundidad que nunca, del pozo hondo en el que están cayendo muchas personas mayores, de las soledades que arrastran, de los temores que viven agarradas a unas rutinas que yo dejaron de serlo, de las consecuencias que eso acabará teniendo en su salud física, en su esqueleto de supervivientes, en el coraje que aprendieron cuando la vida les obligó a luchar en unos tiempos nada fáciles. Sobre todo cuando la única respuesta que les damos es que renuncien a su diaria aventura y se conviertan en seres temerosos de todo y de todos.

Ojalá, más allá de las inevitables urgencias del momento, y por supuesto de los pulsos de incompetentes que lideran las instituciones que deberían ampararnos y no asediarnos, fuéramos capaces como sociedad de percibir ese dolor más imperceptible y continuo, esa tristeza galopante que detecto en la mirada de nuestros mayores, ese hilo que se vuelve cada vez más frágil y que es el que nos une a cada de uno de nosotros, tan ilusos que nos creímos omnipotentes, con quienes un día nos pasaron el testigo. Esas mujeres y esos hombres que con tanta frecuencia dejamos en las afueras y que ahora, en esta crisis que no hará sino volvernos más lobos para los otros, parecen condenados a soportar tan solos y frágiles la bandera del desaliento. Mientras nosotros, una vez más, y pese a nuestra más que demostrada incompetencia, volvemos a creernos capaces de burlar el tiempo y los precipicios.