Estoy convencido, queridas lectoras y lectores, de que en más de una ocasión os habéis preguntado, como yo lo he hecho, la razón o razones por las que nuestro país parece a veces más una masa de gente que un pueblo. Un ejemplo muy práctico que habréis vivido y que enseguida entenderéis. Si la selección española de fútbol gana un Mundial, nadie se cuestiona que la plaza de las Tendillas esté abarrotada de gente enarbolando nuestra bandera. Sin embargo, si quien convoca es un partido político y la misma plaza se llena de banderas españolas... ¡Ay, amigo, amiga! Eso es otro cantar. Ahí ya se produce una división de opiniones, de pareceres, hasta el punto de que habrá muchos que incluso renegarán de ella llegando, si es necesario, hasta a la apostasía. Esta es nuestra realidad, queramos o no, estemos más o menos en consonancia con lo que escribo, y que nos diferencia radicalmente de otros países.

Vamos por partes. Por un lado, estas reflexiones vienen como consecuencia de mis lecturas veraniegas. Vengo últimamente releyendo a la filósofa española Adela Cortina, con quien además me encontraré en Madrid dentro de unos días, y que hace en algunos de sus textos una diferencia clara y explícita entre pueblo y masa. Ella establece esta radical diferenciación para explicarnos uno de los fundamentos que debe tener en consideración cualquier sociedad actual si quiere acercarse a un concepto feliz de justicia y no a la felicidad como instrumento de tortura, como últimamente ha recordado atinadamente mi colega el profesor José Carlos Ruiz, quien insiste a su vez muy acertadamente en la fragilidad emocional de los estudiantes (que yo extendería a los españoles en general) y que es precisamente lo que nos constituye como masa y no como pueblo, porque a un pueblo lo construye la Razón y no la emoción. Quizás nos faltan buenas propuestas de felicidad porque esta jamás debería ser un instrumento de tortura o, si lo es, jamás la denominaría felicidad. Por eso, definiría yo ahora la situación general española como oclocracia (poder de la masa) y no como democracia (poder de un pueblo). Para que se produzca una democracia se tienen que establecer una serie de principios mínimos que no veo, ni atisbo, en la actual sociedad española. Si quieren profundizar sobre estos mínimos, les invito a que lean a esta filósofa o a otros que actualmente dedican su esfuerzo en este asunto, como Christian Felber o la misma Martha Nussbaum.

Por otro lado, y aparte de las lecturas, basta con echar un vistazo a la realidad histórica que nos rodea para que me afiance aún más en mi posición acerca de la oclocracia en que vivimos. Mirad, independientemente de quien tenga o no razón sobre el asunto (razón que, dicho sea de paso, brilla por su ausencia), que el tema estrella de los últimos meses sea si sacar a Franco o no Del Valle de los Caídos dice muy poco de nosotros como democracia. La Guerra Civil nos ha hecho un daño, diría yo, irreparable. La justicia que buscamos, que perseguimos, es una justicia basada únicamente en lo emocional, en lo sentimental. Mientras, coexisten con nosotros otros problemas muchísimo más graves que este y que afectan a nuestro presente y, sobre todo, a nuestro futuro y que solo se atienden si quienes los atienden extraen algún provecho económico o de empoderamiento de cualquier índole. Es así que, como somos una sociedad emocionalmente muy dispuesta siempre (el postureo también lo llaman mis alumnos) pero muy poco dispuesta para lo racional, algunos, los más irracionales, eso sí, de otros países -y del nuestro, por supuesto- campan a sus anchas en nuestra tierra, adonde llegan para sus tropelías, para sus ‘balconings’, borracheras y desmadres que en sus respectivos Estados están absolutamente prohibidos. Vamos a reflexionar un poco sobre estas cuestiones para encaminarnos hacia lo que estamos llamados a ser: una auténtica democracia.

* Profesor de Filosofía