Cuando por reformas en la cocina tuve que cambiar la nevera, uno de los operarios que vino a traer la nueva y llevarse la vieja, que conmigo llevaba veinticinco años y dos traslados sin dejar de funcionar, me advirtió que aquella tan moderna que me dejaba no duraría tanto como la que iba arrastrando hacia el ascensor camino del punto limpio. Me quedé pensando en lo que diría mi madre si me viera de esta guisa, ella que habiendo sobrevivido a la guerra y a la posguerra siempre rechazaba el tirar para comprar. La semana pasada me he visto en otra alteración doméstica y una situación similar. El día de más frío dejó de funcionar el aire acondicionado de mi casa que echó andar el uno de enero de 1997. El técnico revisó el aparato exterior en la terraza y nada más verlo detectó que el ventilador estaba gripado. Mas, aunque solo eso era el motivo del parón, la cosa tenía difícil arreglo pues la fábrica que lo hizo ya ha desaparecido (el signo de los tiempos) y sería imposible encontrar repuesto. Aún así, me dijo que siendo un buen aparato el que tenía instalado, mejor que el que ahora pudiera comprar, tendría que hacerme a la idea de sacudirme dos mil pavos en uno nuevo. Me acordé tanto otra vez de mi madre y la mala conciencia que me quedó con la sustitución de la nevera, que le insistí en la posibilidad de encontrar un ventilador que fuese compatible. Como el técnico no vende aparatos nuevos, solo los repara, al fin encontró un ventilador que podría ser compatible y ya vuelve a funcionar el aire acondicionado en mi casa. Esta cotidianidad que les cuento se conoce como la obsolescencia programada que es ya moneda corriente en nuestro estado del bienestar y gastar, y no solo en los electrodomésticos. Dicen que el mundo actual necesita entre diez y quince años para comprender una nueva tecnología y redactar normativas para proteger a la sociedad de los peligros que el invento pueda traer; por otra parte, también nos dicen que esas nuevas tecnologías desaparecerán en un plazo de entre cinco y siete años. Osea, que antes de habernos enterado de cómo funcionan ya serán cosa del pasado y Google o Amazon nos estarán metiendo por los ojos otro artilugio, y luego otro, y otro. Y cuando nos hayamos acostumbrado al cambio, ya ni siquiera será éste el predominante y estaremos inmersos en otro nuevo cambio ante el que tendremos la bisoñez del inexperto. Una situación que nos creará una ansiedad imposible de calmar ¿Qué hacer entonces? Podemos seguir corriendo atropelladamente como el conejo de Alicia o rebelarnos: parar, pensar, escuchar, reflexionar, leer. Sobre todo a los clásicos, pues resisten mejor el paso del tiempo que todos los aparatos que nos invaden.

* Periodista