Semanas atrás, en este mismo periódico, J.M. Niza, a quien por cierto agradezco de corazón las palabras tan estimulantes que siempre me dedica, reflexionaba sobre lo ocurrido hace más de treinta años en el bulevar Gran Capitán y se preguntaba si tendría algún sentido recuperar lo excavado y ponerlo en valor, a fin de dinamizar la zona y enriquecer el discurso patrimonial de la ciudad, tan necesitado de ello. Pongo en antecedentes a los lectores, por si alguno no recuerda lo ocurrido, o por su juventud lo ignora, que todo es posible, dada la fragilidad de la memoria, y lo dados que somos en Córdoba a tapar nuestros desmanes (huelga decir que contaré las cosas según yo las viví, por lo que puede haber detalles matizables o que se me escapen): a mediados de los años 80 del siglo pasado, el Consistorio de la ciudad se empecinó en construir un gran aparcamiento subterráneo en pleno bulevar. A tal fin, en contra del criterio de los técnicos, decidió levantar el paseo en superficie, poniendo con las entrañas al aire el mismísimo corazón de la Córdoba histórica. Como era de esperar, tan intempestiva cesárea dejó al descubierto la preñez de siglos que atesora nuestro subsuelo, y no se tardó en comprobar que el proyecto era inviable. La intervención se hizo con supervisión de la Junta de Andalucía, que por entonces acababa de recibir las transferencias desde el Gobierno central en materia de patrimonio y apenas contaba con medios ni recursos legales, por lo que más que de excavación en sentido estricto se trató de un seguimiento de las obras, que conforme profundizaban empezaron a llevarse por delante estratigrafías, muros, pavimentos, mosaicos, estatuas... Visto que nadie hacía nada sustancial al respecto, desde la Facultad de Filosofía y Letras decidimos tomar cartas en el asunto, y bajo la guía de los ya tristemente desaparecidos Francisco García Verdugo y Jesús Liz Guiral movilizamos a un grupo de estudiantes, nos armamos de pancartas y de globos y nos dirigimos en manifestación hacia el bulevar, donde terminamos por sentarnos temerariamente sobre las palas excavadoras. Hay testimonio gráfico de ello. De hecho, una foto bien expresiva del gran Francisco González ilustra la portada de mi nuevo libro: Cuando (no siempre) hablan las piedras.... No sé muy bien si fue mérito nuestro, pero las obras quedaron interrumpidas, y el Ayuntamiento valló de inmediato el área destripada. A partir de ahí empezó un tira y afloja con la Junta de Andalucía sobre la viabilidad o no del proyecto mientras aquello se convertía en basurero, que terminó cuando el alcalde decidió poner fin de forma expeditiva al asunto mediante la Operación Walkiria: aprovechando, si no recuerdo mal, las vacaciones de agosto, una flotilla de camiones restañó en un santiamén la enorme herida utilizando como sutura la grava; por supuesto, sin el menor control arqueológico. Durante un par de años la avenida permaneció como un paseo de albero, y poco después sucumbiría al omnipresente granito, que aún hoy sigue devorando a Córdoba. Tras la enorme fractura social y los muchos millones despilfarrados, de la terrible aventura, tan nefasta para la disciplina arqueológica y su imagen social, sólo se publicaron unas líneas insustanciales que no permiten siquiera pronunciarse a nivel científico sobre lo allí aparecido.

Respondo así a una de las preguntas que se planteaba J.M. Niza: aun cuando la ciudad decidiera volver a liberar la zona, poco podría exponer porque fue destruido. Todas las demás demandas que tan atinadamente se hacía habrían tenido sin duda respuesta positiva: cualquier integración arqueológica que viniera a reforzar el discurso patrimonial de la ciudad, conforme a un plan bien diseñado de centros de interpretación y rutas temáticas, culturales y cronológicas que permitieran comprender mejor su fecunda historia, descentralizar el turismo, reforzar nuestras señas de identidad y crear empleo, sería bien recibida. Sin embargo, la cuestión no está en destapar lo que duerme de nuevo el sueño de los justos (a día de hoy se siguen sellando restos de trascendente importancia bajo pantallas de hormigón, caso de la mezquita califal recién excavada en Poniente). Los desafíos más inmediatos y perentorios para esta pobre ciudad nuestra que tan traumática relación tiene con su pasado son otros; entre ellos: potenciar la investigación frente al movimiento de tierras; racionalizar desde el consenso la gestión de nuestro frágil legado colectivo; potenciar la arqueología de oficio, evitando los abusos institucionales; poner a disposición de la sociedad lo poco que se ha conservado en sótanos y garajes, compensando a sus propietarios, y, sobre todo, terminar con las destrucciones, que nos siguen avergonzando de forma clamorosa ante el mundo.

* Catedrático Arqueología de la UCO