El pasado lunes muy de mañana, al caminar hacia el trabajo, me sorprendió el intenso colorido de numerosas banderas españolas moteando decenas de fachadas. Por un momento sentí la opresión del flamear patriótico de antes. Pero no eran las banderas de antes, eran los mismos colores que se oponían con su exhibición a la insumisión catalana, a ese desquicie separatista perturbador y a destiempo que protagoniza una parte notable de la población catalana.

Aun comprendiéndolo todo, mi desasosiego no atemperó. No me gustan las banderas, ni la que me representa ni todas las demás. Las banderas no son neutrales, no anuncian paz: son las centinelas del conflicto. Siempre dicen aquí estoy yo, soy fuerte y orgullosa, soy diferente, esta es mi tierra y soy yo el pueblo que la representa y defiende. Por ello creo que el haber estado, en cierta medida, dobladas y en el mejor de los recaudos durante años ha contribuido a la paz y confianza vivida durante los últimos lustros de España.

Las banderas autonómicas, a excepción de la vasca y catalana siempre alerta, y en ocasiones la española (la nacional como la llamó la dictadura y la consideran aún nuestros franquistas de corazón y condición), nunca han ejercido de frontera, acaso han servido en ocasiones de agua que alivia los sofocos regionalistas o locales.

Hoy, la locura promovida por esa extraña coalición de beatería burguesa y rural catalana y la extrema izquierda urbana hace asomar de nuevo banderas que llegan de todos lados y alertan, al tiempo que intentan emocionar a las tribus con su exhibición en ocasiones ofensiva. Alguien disparatado ha vociferado desde su tribuna que la insurrección catalana despierta al toro bravo español. Ojalá no cunda esa tentación venal.

Mejor es quedarse con la patria que entendían algunos de nuestros mejores hombres y mujeres. Antonio Machado, cuando escribía que «sabemos que la patria no es el suelo que se pisa, sino el que se labra». O Josep Plá, que tenía muy claro que su país era «el Ampurdán y Cataluña, España y Occidente». La «patria cotidiana» que describe con magisterio Bernardo Atxaga y la voz todo arrullo de Mikel Laboa: «Si le hubieran cortado las alas, se hubiera quedado conmigo, pero así hubiera dejado de ser pájaro». Joan Maragall, que anima a España a salir de sus errores y brutalidad en Marruecos exhortándola a que sonriera «a los siete colores que hay en las nubes». En fin, Rosalía de Castro, cuando mira al frente desde la ventana de su memoria y descubre la Galicia más hermosa y suave que tanto siente el paisano sencillo, pero que solo ella llega a transformar en palabras.

Sí, las banderas parecen querer cumplir otra vez el papel que tuvieron, identificarnos con nuestras esencias siempre vigilantes y mañana quién sabe si furiosas. Por un momento hasta llegamos a pensar que nuestra bandera constitucional era de todos (la vasca y la catalana, no) cuando se mostró amiga y unida a la alegría de tantos triunfos deportivos como hemos cosechado desde los 90 para acá. Incluso cuando se presentó en sociedad el joven secretario general de los socialistas, Pedro Sánchez, envuelto en la bandera de España, pensé y dejé aquí escrito que ojalá esta fuera la bandera de nuestros hijos y sus hijos para siempre.

Pero ahora no estoy seguro. Las banderas casi siempre las mueven las manos más nerviosas, no ondean como los poemas de Salvador Espriu -el gran poeta catalán que se propuso entender el complejo conjunto de problemas que unen a Cataluña con el resto de España con la intención de resolverlo-, ni sus colores son los que muestra la naturaleza. Parecen tener una especial querencia por los rencores antiguos, por los «sentimientos más hondamente sentidos» y nunca satisfechos. Donde ondea bien la bandera de España es en el corazón del tenista Nadal, Con patriotas como este hablarían todos los poetas aquí citados y muchos más. También el aldeano.

* Periodista