Las estatuillas ya señalan las películas triunfadoras pero, excepcionalmente, lo más relevante de los Oscar de este año empezó antes, cuando la transformación llegó a los miembros de la academia. Son ocho mil personas con derecho a voto. Alrededor de dos mil se han incorporado a la institución en los últimos tres años. La academia ya no es el coto del hombre blanco maduro con una especial querencia por perpetuar la tradición. Mujeres, extranjeros y otras razas se han incorporado y, con ellos, sus miradas. Unas miradas que buscan en el cine el reflejo de otras historias, otros personajes, otras realidades. Solo así puede entenderse una selección de películas tan heterogénea. En los EEUU de Trump, la institución más prestigiosa de Hollywood ha abierto las fronteras. No solo entre sus miembros, también entre lo nuevo y lo viejo. Entre una concepción de la industria clásica y los que ven en la plataforma Netflix una oportunidad de hacer buen cine. El debate está servido y será acalorado. Recordemos la presión que un colectivo de 160 exhibidores alemanes ejerció sobre la Berlinale para que retiraran de competición ‘Elisa y Marcela’, el último filme de Isabel Coixet porque está producido por Netflix. Caer en la demonización de unos y otros es fácil, pero el futuro solo puede ser el de la coexistencia entre salas y plataformas. Al fin, se trata de apoyar a los autores y, con ellos, la cultura. Y cuanto más diversa y plural, mejor para todos.