Ahora sabemos que la nueva normalidad era esto. O sea, lo que se veía venir. Un a ver qué pasa por parte del Gobierno y un sálvese quien pueda de la gente. La gente, los de abajo. Pero también los de arriba. Porque la muerte iguala tanto como el sufrimiento por desamor o despecho, que al final son lo mismo. Y los de izquierdas, y los de derechas. La gente: que se salve quien pueda. Porque esto es el Titanic sin orquesta, por mucho que se saliera a los balcones y con coreografías, aunque encima tenemos que remar mientras el barco se hunde. Porque hay que trabajar para que España no quede reducida a un episodio, o incluso a su naufragio, lo que también podría ser, especialmente con un vicepresidente partidario de la disolución instantánea, y mientras nos hundimos. Y precisamente por eso hay que remar, o hay que seguir remando, aunque nos caigan encima dos pandemias de siniestro oleaje: la del coronavirus y la de su gestión. Porque ya sabemos que la nueva normalidad era una desescalada sin escalas, o sin un planteamiento racional que las motivara, más allá del improvisado a ver qué ocurre, a ver cómo nos va, porque esto lo superamos unidos y yo mientras me voy de veraneo a Doñana, o a surfear en Portugal. Y los abducidos mientras aduciendo -y abduciendo- que cómo no van a tener derecho a ir de vacaciones. El resultado es que regresamos de las vacaciones más extrañas con los mayores repuntes de Europa, que afrontamos el invierno crudo con los contagios altos, mucho mayores que antes del verano, con la realidad económica varada y la tarada vuelta a las aulas, con una ministra de Educación que en cinco meses, que se dice pronto, no ha sido capaz de organizarse, y ahora ha decidido ponerse a trabajar la noche de antes.

La nueva normalidad era precisamente eso: echar a la gente a la calle, lavarse las manos, irse de vacaciones y luego pasar la patata caliente a las comunidades autónomas. Y claro, así no hay quien gobierne, porque eso no es gobernar. Y tampoco hay quien viva. Así, la única estrategia del Gobierno para volver a las clases es partir de la base de que no haya que volver a confinarse, cuando las cifras alarmantes de contagios, por desgracia, lo que hacen es apuntar en otra dirección. Con los colegios, o eliminas los recreos y las clases de gimnasia, o sucede lo mismo que con las discotecas: que la gente va allí a hacer, precisamente, todas las cosas que contagian el coronavirus, que es hablar y encontrarse. Es decir: tienen razón los padres que están planteándose no llevar a sus niños el primer día de clase, ni el segundo, hasta que no se vea una cierta unidad, o una coherencia, en las medidas que se adoptan. Porque luego los niños son la sal de la tierra, pero el resto de la familia puede tardar un día en contagiarse. Pero la ministra Celaá es tan avispada como trabajadora y parte de la premisa de que en las escuelas no va a haber contagios, porque el otro día salió el presidente moreno Sánchez diciendo que nuestras escuelas van a ser totalmente seguras, aunque no diera absolutamente ningún argumento real para creerlo.

Así, sin un plan B, nuestros niños vuelven a las clases. El problema, lo que es más preocupante, es que tampoco tenemos un plan A. El acuerdo alcanzado entre el Gobierno y las autonomías es un poco de cajón de madera de pino, o blanco y en botella, por usar una terminología acorde o expresiones comunes a la sagacidad de los acuerdos logrados por Celaá: ventilar las clases, lavarse las manos y llevar mascarilla desde los seis años. Eso es todo, amigos. Y encima hay que aplaudir. Pero no os preocupéis: el presidente Pedro moreno de Doñana Sánchez nos promete que las clases van a ser las más seguras.

También eso es la nueva normalidad: la política convertida en fe. Ahora lo más importante no es el análisis de los hechos, o de la distancia imposible entre lo que se nos promete y las condiciones lógicas para que esa realidad sea efectiva, sino creerlo. La política, entonces, como un dogma. Especialmente entre los abducidos. Y lo cierto es que si te pones a analizar la telaraña de incertidumbres que rodean el regreso de los escolares a los colegios, por mucho que se aprecie el derecho a aprender de los hijos y la obligación de facilitarlo de los padres, hay otros derechos y obligaciones superiores que no parecen nada garantizados. Pero no os preocupéis: la república plurinacional de Pablo Iglesias vendrá para salvarnos, mientras la vida perdida de la gente, y también de sus hijos, espera otro septiembre.