Dicen que después de este último estado de alarma viene la «nueva normalidad». No sé a usted, querido/a lector/a qué le parecerá el eufemismo, pero a un servidor más que ser una expresión menos preocupante que sustituye a otra más cruda e inconveniente, me resulta una auténtica falacia. Pero antes definamos normalidad: situación de lo que se ajusta a cierta norma o a características habituales o corrientes, sin exceder ni adolecer. Si lo que se nos viene encima después del estado de alarma es habitual o corriente, y ni se excede ni adolece, que me lo expliquen. Por supuesto, la normalidad es relativa y absoluta. Y me explico. En el primer caso es esa sensación que usted y yo teníamos antes de la pandemia en las situaciones y circunstancias en las que nos desenvolvíamos cotidianamente, que en cada uno refleja un componente emocional; y en la absoluta, se trata de la esa normalidad en cuanto a derechos fundamentales que garantiza nuestra Constitución, y en la que nos veníamos desarrollando habitualmente. La primera, no va a volver por ahora. Nuestras relaciones sociales han introducido el elemento de la asepsia. Pero no una esterilización interpersonal que hayamos integrado a nuestro estilo de vida a través de un proceso pedagógico y cultural, sino a base de sanciones y miedo a lo desconocido. Y en la segunda, aún no sabemos si nuestros derechos constitucionales se van a liberar del todo, pues cuando se lanza un órdago como el de «nueva normalidad» para definir lo que nunca podría considerarse normal por existir una lacra previa y aún presente como es el covid-19, estamos intentando que parezca normal lo que jamás volverá a ser normal. Y en cualquier caso nos merecemos llamar a las cosas por su nombre: nueva anormalidad.

* Mediador y coach