Podría haber nacido en cualquier otro lugar: a punto estuve de hacerlo en Peñalsordo (un pueblo escondido al sur de la Serena, donde vinieron a nacer mis dos hermanos). No obstante, al final, vi la luz en Villanueva del Duque, ubicado en el corazón de los Pedroches, donde estuve viviendo hasta hace pocos años. Me vi obligado a salir como otros muchos de mi tierra natal por motivos laborales; pero vuelvo a ella a menudo, con frecuencia, para seguir bebiendo de su esencia y abrazar el color de sus lánguidas colinas donde aún persevera el temblor de mi niñez como un brote de musgo aferrado a mis entrañas. Lo que uno siente en la infancia no se olvida, permanece adherido de raíz a nuestra conciencia, dando sentido y forma a lo que hacemos, conformando el espacio de nuestro interior. Por eso siempre sentí que los Pedroches, la comarca ubicada al norte de nuestra provincia, está dentro de mí y su cálida llanura, la fulguración gris, majestuosa, del encinar que alfombra su silueta, de algún modo es la luz, la sustancia luminosa, que mantiene mi alma, la estructura de mi yo.

Hace ya cuatro décadas, cuando estudiaba en Córdoba y los Pedroches era mucho más que hoy una comarca tendida en el silencio y en la lentitud de un olvido centenario, disfrutaba volviendo a mi pueblo, igual que otros estudiantes de entonces, los fines de semana. Sobre todo, no sé por qué razón sería, me gustaba volver a principios de noviembre, cuando el humo de encina alfombraba los tejados de mi pueblo natal como un corbatín de plata a la mágica hora del atardecer y el silencio vibraba en la luz que anochecía como un arpegio brumoso y cristalino que resonaba en las cuevas de mi sangre dejando en ella murmullos, sombras, ecos que ensanchaban los límites de mi corazón. Regresaba de Córdoba en un autocar lentísimo que, una vez coronaba la cuesta del Calatraveño, exhalaba un alegre bufido de gasóleo al ver la dehesa tendida como un mar de plomo y ceniza en la paz del horizonte. El viaje era largo, de casi dos horas y media, y llegar a tu pueblo a comienzos de noviembre, con el olor de Córdoba a tu espalda, te hacía sentir de nuevo los colores, los sonidos y aromas del lugar donde naciste de una manera intensa e indescriptible, acrecentando el amor a tus raíces, al sustrato telúrico de tu identidad.

Hace solo unos días, a comienzos de este mes, mientras volvía de nuevo a los Pedroches, a mi pueblo natal, cuando coroné la cuesta del Calatraveño, me traspasó de golpe una sensación difícil de explicar, una extraña fusión de ternura y alegría, de melancolía y tristeza, al mismo tiempo. Sabía que el lugar que iba a visitar nada tiene que ver con el que habité de niño: una tierra sencilla, rebosante de costumbres y ancestrales festejos humildes, familiares, que se fue desvirtuando a lo largo de los años hasta perder su primitiva esencia. Al llegar a mi pueblo, cada vez me ocurre más, ahora, en noviembre, me siento más acompañado por los seres que amé y un día desaparecieron que por aquellos que están viviendo aún: gente joven o mayor a la que me une, sin embargo, una amistad fructífera y sincera, pero a la que aún no me ata, como es lógico, el sentido agridulce y violáceo de la ausencia, pues siguen viviendo en esta dimensión. Uno siempre añora aquello que se pierde y nunca va a regresar de ningún modo: la voz de mi padre, el sigilo de la luz cayendo en los huertos humildes del Juncoso, el rumor del ganado que Eugenio Sallavera conducía en la dehesa a la hora del anochecer. Lo que perdemos es lo que nos identifica: jamás volveré a tener entre mis labios ni a sentir, como antaño, en mis papilas gustativas, en el centro neurálgico de mi paladar, el sabor agreste y dulzón de la canela abrazada al membrillo cocido con azúcar que mi madre, muy joven, preparaba con amor, cuando el día de los Santos, junto a gachas con anís y tostones de pan que en casa degustábamos como si fuera el mejor de los manjares. Uno evoca de nuevo esos sabores de noviembre que, antaño, daban sentido a mi existencia cuando regresaba en otoño a los Pedroches. Y he vuelto a vivirlo hace unos días, cuando visité el espacio de mi ayer y me hablaron los rostros, las voces, los murmullos, los colores y sonidos que sustancian mi memoria. En noviembre mi pueblo, mi tierra, los Pedroches, es una fusión de cálidos sabores y espacios cruzados por una gama de sonidos que aún vibran en los encinares del recuerdo alzando en silencio, dando la espalda al frío, las firmes paredes de mi identidad.

* Escritor