Aunque determinados políticos tengan una ignorancia invenciblemente errónea de la Historia de España y crean que la Generalitat catalana nace del anhelo rompedor que en la Segunda República tenían Maciá y Companys, lo cierto es que dicha institución descentralizadora se remonta a 1346, al siglo XIV, en el «otoño de la Edad Media» (Huizinga). Desde aquellos lejanos tiempos el problema catalán ha sido tan ondulante como, según Montaigne, es la vida misma. Durante siglos el deseo soberanista, nunca concretado en la realidad, ha tenido momentos de sosiego --el «seny», el sentido común-- turnados con otros en los cuales el rupturismo anduvo en la vanguardia. Una alternancia repetida durante siglos, sin extinguirse en ningún momento el sentimiento nacional arraigado profundamente en amplios sectores de la región. La Historia es así e intentar cambiarla de un plumazo es una empresa imposible, propia de gentes indocumentadas.

No hay que ser muy perspicaz para reconocer que ahora nos hallamos en un pleamar de la dialéctica separatista que --insistimos- nunca se ha solidificado aunque dejara --eso sí-- grandes fracturas sociales de difícil y lenta soldadura. Y, sobre todo, una enemistad con esa España practicante de lo que el malogrado historiador Vicens Vives llamaba el «majismo» cuya consecuencia en Cataluña es la precarización de la convivencia española. Se puede asegurar que su forma de contrarrestar el «majismo» es la provocación constante, persistente, aunque tenga el mismo efecto que tirar piedras al propio tejado. Algo que, en su perjuicio, vienen practicando a rajatabla desde que el Estatut de nueva planta --un gran error, pues no se debió ir más allá de su reforma en lo estrictamente necesario-- fue recortado por el Tribunal Constitucional en el momento que estallaba la mayor crisis que ha sufrido occidente desde 1929 y que era muy sencillo achacar al «España nos roba», que se hizo grito de guerra.

Con esas premisas, suponer que el histórico soberanismo de los catalanes profundos se soluciona a golpes de exultante patriotismo lírico, o de un plumazo oportuno es caer en la bárbara simplicidad del fascista. Máxime, sabiendo como saben los catalanistas menos viscerales, que pueden hacer mucho ruido pero no cuentan con la más mínima posibilidad, exista o no referéndum, de independencia dentro de la Europa actual. Pero continúan en sus acciones provocadoras que no solo dañan la solidaridad sino que tienen nefastos efectos económicos.

Por todo ello, se impone transformar la ley del silencio activo que, como decía Machado, desprecia cuanto ignora por el diálogo enmarcado dentro de la Constitución de la Concordia que en Cataluña fue votada masivamente. Ahora bien, apelar al diálogo, razón de ser de todo demócrata en ejercicio, no es fácil, mientras los partidos independentistas del Principado repudien con altanería al Jefe del Estado; ignoren o incumplan las resoluciones del Tribunal Constitucional, que es para ellos como el tercer Duque de Alba en los Países Bajos; afirmen, a todas horas, que solo obedecen a su parlamento autonómico; supongan que el paripé del 1-O fue un mandato de independencia incontrovertible; etc. Mientras que, creyendo todo lo antedicho, sigan presentándose a las elecciones generales, ocupen escaños en Madrid y cobren los correspondientes emolumentos, el soberanismo con lazo amarillo no pasará de ser una provocación a la que debemos responder con serenidad para no hacerle el caldo gordo, dándole resonancia publicitaria a quienes fracturan, cada día más, la sociedad catalana que, según parece, empieza a tomar conciencia de que los actuales intentos separatistas sufrirán el mismo destino que siempre tuvieron a lo largo de su historia.

Por todo ello, el secular problema catalán, con sus altibajos, debe de situarse, sin ignorarlo, en un segundo plano. Entre otros motivos, porque en este momento el Estado cuenta para impedir cualquier secesión unilateral con normas que nunca tuvo en los 7 siglos anteriores. En muy pocas palabras: con el artículo 155 de la Constitución --copia literal de la Ley Fundamental de Bonn-- y la posibilidad de veto para integrar nuevos miembros en la Unión Europea. Y como eso lo saben muy bien los soberanistas, insisten en la provocación, en un ruido que continuamente los tiene en candelero. Pero eso es pan para hoy y hambre para mañana.

* Escritor