¿A qué votamos hoy?; preguntaba exultante mi vecino Roberto el pasado domingo, antes de conocer que habían tocado a su fin las ansiadas visitas al colegio electoral que, en los últimos meses, venían ocupando su descanso dominical.

En los últimos cuarenta años los gobernantes nos han llamado a las urnas en cuarenta y nueve ocasiones, de ahí que haya quien afirme --parafraseando a los cursis que se refieren al día electoral como «la gran fiesta de la democracia»-- que va siendo hora de menos festejos y más trabajar. Desde que se barrunta una nueva convocatoria electoral, centenares de miles de compatriotas (solo en las últimas elecciones municipales han sido elegidos cerca de setenta mil concejales), con generoso olvido de sus aptitudes, descubren su vocación de servicio al prójimo, y se postulan como los mejores candidatos para lograr que el precio de los alquileres siga por las nubes; la tasa de desempleo mantenga sus insoportables niveles habituales; y que permanezca como un gasto suntuario el pago del recibo de la luz. Nuestras calles se engalanan con banderolas que consignan breves asertos extraídos de un manual de autoayuda, mientras que el rostro del candidato, con retocada estética, nos escruta con una sonrisa impostada desde el cartel que ondea colgado en la farola. Decenas de ciudadanos son seducidos por el verbo del líder --además de por el bocadillo que regala el partido--, y asisten embelesados al mitin en el que asume cumplir --esta vez sí-- la promesa que les hiciera hace cuatro años. Aprovechando el día de descanso del asesor de imagen, el candidato se enfunda un traje de apicultor o un mono de motorista, y posa para la prensa ante la atónita mirada del apicultor y del motorista. Con una capacidad organizativa digna de encomio, la jornada de reflexión la dedica a levantarse tarde, hojear la prensa, desayunar con sus hijos, pasear al perro, tomar el aperitivo con los amigos, ir al cine, visitar a sus padres, leer un libro, y acostarse temprano. A pie de urna recuerda a los electores que hoy es la gran fiesta de la democracia, y debe gobernar la lista más votada, salvo que no sea la suya. Toda generalización acarrea injusticias pero, como decía el gran Manuel Alcántara, los españoles tenemos la detestable costumbre de calumniar a los políticos diciendo de ellos cosas que son completamente ciertas.

Pensaba que íbamos a echar de menos toda esta parafernalia electoral, pero Pedro y Pablo siguen enzarzados en peleas de enamorados, reprochándose mutuamente que, de no alcanzar un acuerdo, nos veremos abocados a una nueva convocatoria electoral. La esperanza, al igual que las elecciones, es lo último que se pierde.

* Abogado