Hace poco terminé de ver la tercera temporada de Stranger Things. Siguió pareciéndome una mezcla no lo bastante afortunada de E.T. y The Goonies, dos películas que emocionaron a mi generación en la década de los 80. Entiendo que la serie, que mucho tiene también de homenaje a sus referentes, guste a los espectadores adolescentes por su tema, su tratamiento y la edad de sus protagonistas, pero me resulta más misterioso que encandile también a sus adultos padres. Salvo por un motivo: la nostalgia. Hoy día la nostalgia cotiza al alza. Fenómenos como Stranger Things o Glow donde los maduros reconocemos como propias la música, la moda, los gadgets y hasta las manías que marcaron nuestra primera juventud, juegan muy bien esa baza. Puede ser que no te interese la peripecia argumental, pero te interesará la ambientación, parecen decir sus creadores, por el camino siempre efectivo de la identificación con los personajes. Buen método para incrementar la audiencia. Ocurre lo mismo con la revisitación de los clásicos de Disney o con los grupos que nacen para imitar a otros grupos. El pasado fin de semana arrasaron en Pineda de Mar los God Save the Queen, una banda argentina que calca a los británicos Queen y que incluso reproduce milimétricamente conciertos míticos, como el de Wembley; y que, por supuesto, triunfan en todo el mundo después del éxito de otro fruto de la nostalgia: el filme biográfico Bohemian Rhapsody, sobre la vida del líder de la banda, el tan añorado Freddie Mercury.Nada de eso debe extrañarnos. La nostalgia es la recreación diaria del famoso -y falso- «cualquier tiempo pasado fue mejor». Añoramos lo que fuimos, incluso cuando no valía mucho la pena. Y parece que lo hacemos con motivo: añorar nos calma y nos cura de la soledad. Es un mecanismo psicológico, una defensa contra el envejecimiento, un modo de mantenernos aferrados a lo que éramos. Es decir, jóvenes. Nostalgia antiaging, ahora que envejecer está tan pasado de moda y que todo el mundo aspira a ser joven hasta la muerte.

* Escritora