La larga evolución de la especie humana se ha forjado en dos propósitos ambivalentes, o incluso antagónicos: su propia capacidad depredadora y el ánimo de insuflar vida. La segunda premisa era un atributo de los dioses y al recorte de este capricho divino se ha encomendado el propio desarrollo de la civilización. Si el mito de Frankenstein se ha ido agigantando con el paso de los años --apadrinando incluso cierto tipo de coaliciones de Gobierno-- en buena medida avala nuestra obcecación por arrebatarle a la muerte nuestras propias imperfecciones.

Me sorprendió gratamente un reportaje sobre una subespecie de cabra montés que, como diría el subtítulo de una película de Hitchcock, ha regresado de entre los muertos. El último ejemplar del Bucardo parecía una versión caprina de los mohicanos de Fenimore Cooper. Muerta la postrera hembra de esta cabra pirenaica, ya solo cabía inscribir su nombre en el gran libro de las extinciones. Pero la clonación obró el milagro, haciendo tangible el hipotético regreso de los mamuts, o antojarse menos estrambótico el criadero de la isla de Nublar, allá donde Spielberg geolocalizó su Parque Jurásico.

Como el ser humano es paradójico por antonomasia, precisamente con él, o con la principal herramienta de su inteligencia, no acaba de cumplirse el axioma «Quien puede lo más, puede lo menos». Porque el lenguaje es el verdadero artilugio prometeico, y las palabras son su profeta.

Acaba de oficiarse un réquiem de vocablos extinguidos. La Real Academia extrajo su espada de ángel exterminador para expulsar palabras definitivamente en desuso. Ni un mal entierro para términos como «camasquince», que vendría a ser un entrometido o fisgón. Ante una polémica radiofónica, rebusqué la extinta «durindaina»: una grata sorpresa este baldío descubrimiento, pues entroncaba con el aforismo del Derecho romano de dar a cada uno lo suyo --lo cual puede explicar parcialmente el ímpetu en echar paletadas de tierra sobre este sustantivo--. Hasta se ha tumbado «orecer» (convertir una cosa en oro) pese a que aún nos sigue imantando la aventura equinoccial de Lope de Aguirre y todos esos Dorados que desvirtuaron la pasión de los arqueólogos.

Palabras hay que están en el corredor de la muerte. Es el caso de «pardiez», que solo se invoca en las funciones infantiles de La venganza de don Mendo. O «lechería», esa extravagancia de los días del estraperlo, un establecimiento propio antes de que se estrenasen calificativos como pasteurizada o semidesnatada, y ese alimento sin fiebres de malta se empotrase en los palés de los supermercados. El auto de fe de la lactosa viene a darle la puntilla. Pero también está el «niqui», la prenda pseudopija de los días del fulgor del tomavistas. Quizá las palabras no tengan un final biológico sino geológico, una subducción que arrastra hábitos y costumbres, y toda la simbología vocalizada, hacia la desmemoria.

Pero este relevo tiene su componente orgánico. Y me temo que se están descompensando las entradas frente a las salidas. Es cierto que asistimos a una masiva nacionalización de anglicismos, pero en la tónica general impera la simplificación del lenguaje, que empero es la renuncia a las sutilezas y una abierta declaración de volvernos más tontos. Resulta triste esa exposición de palabras que, como mascotas en una jaula, dependen de su interiorización de los hablantes para no acabar en tan particular lazareto. Los trescientos caracteres deberían servir para estimular la creatividad, pero el pulgar se ha vuelto el Rey Leño, dispuesto a retuitear o reiterar bobas aprobaciones que acentúan este despoblamiento. Audaz sería este oficio, el de desenterrador de vocablos muertos. Y si el bucardo pervive, también lo hace su nombre.

* Abogado