No me dejéis salir de la cárcel «porque lo volveré a hacer», dijo a la jueza Bernardo Montoya, asesino confeso de la profesora Laura Luelmo, de El Campillo. ¿Por qué Bernardo volvió a su casa y no huyó, después de haber matado a su vecina Laura, con la patrulla de la Guardia Civil aparcada enfrente? Después de haber asesinado a Laura, ¿cómo pudo acudir como si nada a un vis a vis con una reclusa de la cárcel de Huelva? ¿Por qué mata? ¿No tiene miedo? La cárcel es el hogar de Montoya. Ha estado entre rejas 22 de sus 50 años de vida. Tres veces ha salido de ella y otras tres ha vuelto por delitos graves. Sobresale de su historial el asesinato a una anciana un año después de haberle robado para que no pudiera testificar en el juicio.

Acudo a mi criminólogo de cabecera, el doctor Santiago Redondo, quien me habla con prudencia --puesto que no ha tratado al individuo en cuestión--. Se trata de personas que sufren un trastorno de descontrol absoluto frente a sus impulsos, bien descritos en el DSM 5. Hablamos de matar, suicidarse, consumir substancias tóxicas, etcétera. Pasan del impulso a la acción. Probablemente, la vida que Bernardo ha llevado le comporta que ya no le importe el daño que ocasiona. Seguramente, el asesino confeso se siente maltratado por la vida y por eso no se compadece de nadie. No tiene empatía. Nada le frena y no siente dolor, ni propio ni ajeno. Hará bien la jueza de tenerlo en cuenta.

¿Hay alguna forma de que estos asesinos, cumplida la pena, no reincidan al salir, visto que la cárcel no es disuasoria, ni en muchos casos rehabilita? Veamos. El asesino se siente mejor entre rejas, porque sigue un horario fijo, realiza actividades, tiene sus necesidades cubiertas, se relaciona... Contrariamente, fuera no tiene nada ni a nadie. Es entonces cuando los impulsos se le desatan. Al salir, al llamado «control social formal», es decir, a la vía policial y penal de nuestro sistema, cabría añadir, el «control social informal», que desarrollaría un servicio de vinculación y supervisión.

Se trataría de disponer de un grupo de profesionales diversos (psicólogos, educadores sociales, etcétera), que le vincularían, a la vez que servirían de control, como lo hacen de manera natural y sin que le otorguemos ese valor de encaje social y afectivo nuestros amigos o familiares. Alguien le ayudaría a buscar trabajo, otra persona le acompañaría al supermercado o al cine... es decir, le envolverían a partir de las actividades cotidianas, evitando que vuelva a delinquir. ¿Cuánto tiempo? El necesario hasta que no ofrezca ese alto riesgo de reincidencia. Se dirá que es caro, ¿verdad? Salvar vidas humanas lo merece. Pero, además, resulta mucho más barato que el coste de la prisión: 40.000 euros al año por interno.

Habitualmente nos quedamos mudos ante estos brutales asesinatos. Me gustaría pensar que algo se puede hacer para prevenir su reiteración.

* Periodista y psicóloga