No veo la diferencia. Son nuestros amados, cansinos, encantadores, insoportables, indispensables, irremplazables hijos. Los niños que se escapan tras una pelota. Que se esconden para darnos un susto. Que traman historias imposibles porque se declaran apátridas de la realidad. Que braman, lloran o gimotean depende del ánimo que les queda. Que ríen y la vida se calma con su risa. Que se entristecen y engullen los colores. Niños que hacen latir nuestros corazones a su ritmo. Tan pequeños y tan grandes. Inmensos. Y cierran los ojos y se aquietan y ya duermen y nosotros también descansamos, porque los sabemos callados y a salvo.

No veo la diferencia. Los párpados bajados, las mejillas de los besuqueos, la frente donde el pelo sudado se queda pegado después de jugar. Sus cuerpos se pueden medir con pocos palmos. Los pies de las cosquillas caben en nuestras manos. Y nos acercamos suavemente a su rostro, para aspirar su olor, para llenarnos de su calor... Pero sí, hay diferencia. Porque ellos no despiertan. Ellos están fríos. Ellos ya no son. Y sus pequeños cuerpos amortajados reposan en un suelo tan gastado como lo está un país que un día fue feliz. Ya se los llevan en camiones. Ya se quedan más padres huérfanos. Y no, no lo veo. No veo el clamor en las calles. Ni gobiernos exigiendo el fin de la locura. Ni países poniendo la vida por delante de sus intereses. 100 niños muertos la semana pasada en Siria. O quizá más. Ni los vemos.

*Escritora