Si es que el problema es que nos empeñamos en ver personas. Con lo fácil que sería ver subhumanos. Así fueron calificados esos seres tan parecidos a nosotros, pero que no, no eran iguales. ¡Es evidente que no lo eran! Así lo suscribían teóricos de todas las calañas. Y los antepasados de algunos de nuestros ilustres conciudadanos. Su piel solía ser suficiente para catalogarlos, para certificar que carecían de nuestra inteligencia y nuestro talento. Eran mercancías. Simplemente. Y sin ellos, sin esos seres no plenamente humanos, sin la riqueza generada por su compra y venta, resulta muy complicado explicar la consolidación del capitalismo.

Casi tan complicado como relatar que el comercio ilegal de armas y de drogas y la trata de personas se hallan en el corazón del capitalismo actual. Y ahí, en medio de todas las mafias, se encuentran los refugiados, los inmigrantes. Víctimas de la violencia por el control del territorio de la droga, de conflictos alentados por la industria armamentística y convertidos, al fin, en carnaza para las redes de esclavos.

No insistamos más. No son personas. Y que callen ya todos los que se empeñan en que sigamos creyendo que lo son. Que se vayan los de Open Arms, que se empecinan en salvarles la vida. Que callen los de MSF, que denuncian las situaciones insoportables de sus campos de confinamiento. Que callen tantos que siguen luchando por ellos. ¡Qué callen todos! Incluso nuestras conciencias.

* Escritora