Andan repitiendo una y otra vez, y vuelta a empezar, el inefable vídeo donde una mujer desalmada maltrata de palabra y de obra a una desvalida anciana de blancos cabellos y deficiente movilidad. Visto una vez, horrorizado ante tan cruel comportamiento, no quiero ni puedo volver a verlo, pero las televisiones, hoy convertidas en un interminable bucle de sucesos escabrosos, persisten en la ignominia. En lugar de proponer una reflexión sobre qué hacemos con los viejos, dónde los recluimos, quién controla las residencias públicas y privadas, qué garantías nos da el personal al que confiamos a nuestros mayores, todo es insistir en los exabruptos que salen de la boquita de una mala cuidadora y los empellones que le propicia a la abuela. Al verlo por primera vez quedé estremecido y maldije tanto la crueldad de los enfermeros como el aguante de los familiares que llevan dos años denunciando a la residencia del grupo Los Nogales, donde se han grabado la escena del escarnio, pues sospecho que no será ni la única anciana maltratada ni la excepción de un trato exquisito con los abuelitos. No me lo creo. Como a cualquier persona de mi edad, la primera imagen que me viene a la cabeza es la de mi madre, también de cabellos blancos, desmemoriada y perdida en un limbo de palabras inconexas desde hace demasiados años. Pienso en ella y también en su radical rechazo a las residencias de mayores. Mujer de pueblo con veneración por sus mayores no entendía, ni quiso entender jamás, que en la vejez los hijos confiaran sus padres a manos ajenas al entorno familiar. Es más, visto que el signo de los tiempos era un florecer de las residencias ella, que tenía mucho carácter, ironía y desparpajo, nos advirtió siempre que si llegado el momento teníamos intención de ingresarla en uno de esos hotelitos nos asegurásemos antes que no tuviera las manos libres ni fuertes pues, sin ningún reparo, amenazaba con defenderse hasta con las uñas. Y su advertencia añadía un gesto simiesco fingiendo arañar en el aire a quien se le aproximara. Por la enfermedad, el alzhéimer, y los muchos años, ya pasa de los noventa, toda esa fuerza indomable la perdió y hoy, aunque siga en su casa, no sabe ni dónde está, ni quien le da la comida ni quien la lava, ni quien la acuesta ni quien la levanta. Afortunadamente, en la familia hemos podido organizar la intendencia para cumplir con su reiterado deseo de envejecer en su casa, pues no todo el mundo puede. Por eso, y porque los viejos vamos a tener mucha vida por delante -nos lo repiten todos los días- es tan ineludible como obligado el control estricto de las residencias para mayores porque en ellas vamos a confiar la responsabilidad de nuestra salud. Porque de nada sirve durar muchos años si no tenemos buenas condiciones de vida.

* Periodista