A medida que vamos cumpliendo años, es cada vez más frecuente, a diestra y siniestra, ir escuchando o repitiendo frases como éstas: ¡pero si no pasan días por ti!, pero, ¡si estás igual que siempre!, pero, ¡si estás hecho un chaval! Y claro, a tan generosas expresiones, se nos imponen respuestas: ¡pues anda que tú! ¡Si cada día se te ve mejor! No hay duda de que, en el fondo, nos dejamos llevar inconscientemente, por una metodología conductista: estímulo--respuesta. Lo que más nos interesa, por supuesto, no es que el otro esté o deje de estar igual que siempre, sino que nos haga creer que lo estamos nosotros. Y de estar cada día más jóvenes, nada de nada. Puede que hayamos perdido o ganado unos kilos, puede que, por cualquier causa, llevemos el «guapo subido», y puede que nuestro aspecto, atuendo, etc. nos haga parecer de verdad ante los demás que los días no pasan por nosotros. De cualquier forma, para mí, ese vaivén de mentirijillas, me resulta divertido, aunque, sinceramente, me provoca pena. Sí, pena, porque, en definitiva, se trata de ir pregonando algo que no aceptamos: que vamos envejeciendo. Y bien conocido es aquello que dice: «Empezar a sentirse joven es el primer síntoma de la vejez». Hay una realidad en la que poco pensamos: no se nace viejo, pero la meta, desde que nacemos hacia la cual nos dirigimos lleva a esa, para muchos insoportable tremenda y difícil de aceptar, etapa llamada vejez. Pero el viejo no es solo años; el viejo se hace en el transcurrir de los años. Porque la vejez no llega en un repente: nos vamos haciendo viejos, y cada paso en esa dirección debe llevar el sello de lo imperecedero, sello y firma de autenticidad, de lucha, de superación... Sus hechos --dice Ovidio-- son los que hacen viejo al hombre. Y yo así lo creo. Por eso, a no pasar la antorcha hasta llegar a la meta.

* Maestra y escritora