Debería existir una estadística del CIS que informara de cuántos españoles se duermen con la radio enchufada al oído. O escuchando un podcast. Podría ser en gran parte de los casos el colofón de una jornada que empieza con los informativos, continúa con la música del dispositivo móvil mientras se va por la calle y se complementa con la televisión de ruido de fondo o de interlocutor principal mientras estás en casa. Por la calle, coches y autobuses con su fragor. En el trabajo, dependiendo de la actividad, habrá hilo musical, maquinarias rotando, teléfonos sonando o ese aire acondicionado que, cuando de tanto en vez se detiene, deja tal serenidad ambiental que el ser humano se pregunta si se habrá quedado sordo. En las vacaciones, el chiringuito cruje con las fritangas y las voces de los camareros. En la playa, la gente habla a toda pastilla, algunos con evidente interés de ser escuchados. Al fondo está el compás de las mareas, de las olas del mar, pero a veces cuesta disfrutarlo.

Hay ruido, en la forma. Podría analizarse el gran interés de las empresas por hacer cumplir la normativa antitabaco sin que parezca importarles que, mientras se acata la ley en este aspecto, como es necesario y obligado, los empleados se vayan quedando sordos, ciegos o medio lisiados de la espalda.

Pero ahora me interesa más ese otro ruido que está en el fondo, esa necesidad actual de tener durante todo el día una distracción del intelecto, como si la persona, al quedarse sola con sus pensamientos y carecer de algún estímulo externo, se sintiera desprotegida e inerme. Los que se duermen por la noche con la radio lo que buscan es que el relato radiofónico acalle sus propias voces interiores, esos recuerdos y pensamientos del día, o de la vida, que acuden en la serenidad del silencio y pueden crear un desasosiego contrario al descanso. Ahora es posible programar el aparato para que se apague media hora o una hora después de su encendido, cuando se supone que la tertulia radiofónica ya ha triturado el pensamiento propio del oyente y este ha podido deslizarse en el sueño. Esa es una buena solución, aunque la habitual es despertar con el lorito parloteando y que, con un poco de suerte, los auriculares se hayan desprendido durante los movimientos nocturnos. Porque cualquiera sabe qué palabras y pensamientos entran en la mente durmiente sin permiso del receptor durante esas horas de sueño inducido por esa radio que sigue sonando en una noche que ya no es silenciosa. Hay películas basadas en eso.

Las personas que se cuidan, los líderes de nuestra sociedad, dedican ahora un rato a la meditación. Leo que Ana Botín lo hace a diario. Si la presidenta del Grupo Santander encuentra tiempo para esa actividad podemos obtener dos ideas: la primera, que debe ser importante; la segunda, que cualquier agenda puede hacer un hueco para ello. Falta averiguar qué es la meditación exactamente, y si puede llevarse a cabo sin contratar a un monitor budista. Se me antoja que esto de la meditación viene a ser un sustituto vagamente oriental de la oración: un momento de recogimiento y libertad mental, en este caso con o sin concepto de trascendencia, de reflexión sobre tu vida y objetivos, y, sobre todo, de silencio. Ah, el silencio.