Mis recuerdos de escuela son fotos resquebrajadas en color sepia, con el pelo rapado al cero por aquello de los piojos, calzón corto remetido incomprensiblemente en la entrepierna, rebecas tejidas en casa y botas katiuskas o zapatos Gorila sobre un fondo perfumado de leche en polvo americana, Calcio 20 y Calispán --una suerte de pienso compuesto para conejos, a la manera de cereales para el desayuno--, que nos permitieron vencer el raquitismo de una sociedad recién salida del hambre, la miseria y la posguerra, y alcanzar, quien más y quien menos, el metro setenta, que para aquella época fue romper por completo la media nacional. Era, por supuesto, una escuela solo de niños, con maestras y maestros muy mayores o muy jóvenes que se dejaban el alma entre los pupitres cada día, bregando heroicamente con treinta o cuarenta salvajes propensos a los mocos, los parásitos y alguna que otra diarrea extemporánea. Nada traumático, sin embargo, ni para ellos ni para nosotros, que solo queríamos correr y divertirnos, incluso a pedradas. Nunca nos llegamos a plantear por qué nuestra escuela no era mixta, ni tampoco cuestionamos los palmetazos que de vez en cuando caían sobre nuestras manos ateridas después de alguna trastada. Por regla general son los mayores quienes buscan los tres pies al gato. Los niños se limitan a echar de menos su cama y sus padres, a comer y aprehender los rudimentos necesarios para la iniciación en la vida, incluidos los límites, sin entrar en mayores honduras. En mi caso, las aulas mixtas llegarían con la pubertad, de Primero a Cuarto de Bachiller (y Reválida), entre los 10 y los 13 años. Todo un impacto, sin duda, por coincidir con momentos de revolución hormonal, que en más de un caso acabarían condicionando vidas, carreras y trayectorias profesionales. Tiempos marcados por la ingenuidad (aún no estábamos enfermos de capitalismo), que, no obstante, recordamos con cariño y una gran dosis de nostalgia.

Hoy, los niños del Primer Mundo, y dentro de él España, son asumidos por el sector educativo desde los primeros meses; salen de casa para enfrentarse con la guardería, el colegio y nuevos compañeros de biberón, pañales y lloros casi antes de destetarse, lo que además de hacerles coger todos los virus del mundo les permite desarrollar recursos que antes ni soñábamos. Aun así ellos viven en su mundo, dominado por la relación con sus respectivos «seños» o maestros, los álbumes para colorear, los dibujos animados, las tablets y una larga relación de dispositivos electrónicos que, apenas levantan tres palmos del suelo, los sustraen del mundo real para insertarlos en uno paralelo, al margen de cuestiones de religión, política o indumentaria, preocupados solo, en el mejor de los casos, cuando llegan a la Secundaria, por el sexo, la baja calidad de la enseñanza, la penalización del esfuerzo, el bullying, el alcohol, el tabaco, las drogas, o el adoctrinamiento y la manipulación ideológica. Por eso, causa tanto estupor la reciente polémica derivada del uso de uniformes distintivos por género. No hace falta decir que rechazo las imposiciones y apoyo sin reservas todas aquellas reivindicaciones fundamentadas en la razón, la lógica y cualquier tipo de marginación o de desigualdad. Sin embargo, convendría tener cuidado. La verdadera libertad es poder elegir, y quizá estemos confundiendo la justicia social con el más puro sectarismo. Que en los semáforos pasen a figurar personas de todos los sexos (ya mismo se pondrá también a las mascotas) me parece perfecto; que los baños pasen a ser unisex, también, con reservas (¿de dónde se sacará el dinero para adaptarlos?; ¿qué haremos con tanto pervertido como hay por el mundo...?), pero que niños y niñas deban ir al colegio necesariamente con pantalones, podría estar discriminando a aquéllos que deseen llevar faldas; y utilizo el plural genérico de forma consciente, dadas las últimas y más aclamadas tendencias de la moda. A nada que nos descuidemos, serán los chicos quienes vistan de chicas; algo que no digo yo que esté mal, pero que nos obligará a un proceso de reeducación social, mental, incluso sexual, de órdago. Basta, pues, de perder el tiempo en fruslerías, y dediquémonos a lo de verdad importante. Esta España nuestra, rica donde las haya, pícara hasta el esperpento, diferente incluso en los andares, sufre problemas tan graves e incomprensibles, que preocuparnos por que nuestras hijas puedan sentirse mancilladas en su integridad cívica por llevar faldas al cole se parece demasiado a una más de esas cortinas de humo con las que se pretende tapar cómo caminamos de nuevo hacia el desatino, la sinrazón y el odio.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba (UCO)