“No desesperes si no me encuentras pronto./ De no estar junto a ti/ mira más lejos/ que yo, en alguna parte,/ te estaré esperando».

Estos versos de Walt Whitman, que el pasado el 31 de mayo pasado habría cumplido 200 años, siempre han sido inspiradores para mí, siempre me han evocado las relaciones humanas, la necesidad de sorprendernos unos a otros, de no sentirnos aislados.

Muchas veces, al comprobar los malos teatrillos sociales que se viven con frecuencia por calles, plazas y cafeterías o tertulias, reuniones culturales, asociaciones de toda índole... Se vislumbra cómo el ser humano, eminentemente ser social, es parco y escueto en la expresión de la verdad de sus emociones. Esto a pesar de que Andalucía sea tierra de gentes expresivas.

Creo que tenemos necesidad de mirar más lejos, de relacionarnos como si nos hablásemos al oído, como si nuestras costumbres fuesen vistas con ojos inocentes, como si nunca nos hubiésemos cortado las trenzas. Todo envuelto en la esperanza, en la alegría.

Este concepto, el de la alegría, no está suficientemente valorado. Y es muy satisfactorio conocer a gente alegre, sin problemas aparentes. Gente sabia, inteligente, amable -que me gusta esta palabra-, cortés... Y prudente.

Volviendo a los teatrillos sociales en los que participamos con naturalidad, observen sin prisa, sosegadamente. Si lo hacen así será difícil que no se llenen de ternura y que no se reconcilien con historias ya conocidas, con perfiles de personajes que se describen a sí mismos permanentemente, con leyendas y proyectos llenos de dificultades.

Y si siguen observando con generosidad, no solo se podrán impregnar de ternura, sino también de una cierta misericordia al comprobar la grandeza y, por qué no, el encanto de las relaciones humanas. Cuánto hemos aprendido a través de la historia.

A veces me descubro a mí misma al acecho, cual gata intuitiva, de la felicidad que muestran algunas miradas y algunas palabras que me alejan de la congoja que acaso nuestro corazón guarda.

Por eso si permanecen en la observación es posible que junto a la ternura y a la misericordia crezca la empatía.

Alcanzado este estadio es cuando ya no resulta engañoso el teatrillo social sino que se nos vuelve sensato, respetuoso, sin miedo. Se hace costumbre y entra en nuestro repertorio de aceptación de la realidad, de nuestros comportamientos habituales y desaparecen los deseos que a veces nos asaltan de una huida adolescente, de una soledad tramposa. Nos invade entonces la alegría espontánea de quienes comparten con nosotros lenguaje y tiempo, lo más valioso de nuestra vida.

Me pregunto si es el momento en el que probablemente entramos en una fase personal de convencimiento de ciertas evidencias antes dudosas o en sombra y nos alertamos frente a situaciones que nos hacen atrapar certidumbres, de explorar nuestras fragilidades, que nos llevan a compartir historias y posicionamientos éticos con las mujeres y los hombres que nos rodean.

Quizás salgamos de la penumbra, dejemos de estar agazapados y accedamos a un enamoramiento en la amistad, en el compañerismo, en la concurrencia de tesituras.

Es cuando somos conscientes de la veracidad de nuestros recuerdos y de las mentiras de nuestra memoria. De la desconfianza en el futuro y de la sorpresa del presente. De los afectos que nos hacen temblar y del resplandor de todo lo que amamos.

«...mira más lejos que yo, en alguna parte, te estaré esperando».

* Docente jubilada