Algunos de ustedes habrán, quizás, observado que me resisto últimamente a hablar de la realidad hodierna, en expresión de un admirado maestro, y centro más el foco en el mundo antiguo, que sirve de espejo para tantas cosas, pues ha cambiado el contexto, pero no la condición humana. Confieso, al tiempo, que temo cada día el momento de enfrentar las noticias, por la angustia que incorporan a mi vida. La situación política en nuestro país, esa mega-estructura cimentada de privilegios que permite a tantos vivir del cuento, medrar sin preparación alguna, abrirse camino cuando habrían sido incapaces de hacerlo en cualquier otra faceta profesional; la corrupción que no cesa; los desafíos y la lucha de egos; los derroches y las fanfarrias; los incumplimientos y la utilización de las instituciones en beneficio de partidos e individuos; la red de prebendados y paniaguados que rodea a todo aquel que presuma de ser alguien; el circo que alimentan; las puertas falsas y las pensiones millonarias blindadas..., ponen un nudo en la boca del estómago que a duras penas permite tragar saliva, aceleran la sangre, suben la tensión, nublan los ojos y hacen que se esfumen, día a día, la fe en el sistema y el género humano. Contrapartidas habría muchas, pero dada la capilarización de tales prácticas, su perfecta organización y la profundidad de las raíces que las alimentan, mejor sustraerse. De lo contrario, peligran salud, serenidad y sosiego; y supongo que no merece la pena. Otro tanto ocurre con la crónica de sucesos: todos los medios de comunicación abren con ella, en un homenaje surrealista a aquel adalid del amarillismo que fue el periódico El Caso, superado con creces a diario en morbo, sensacionalismo y ensañamiento. Asesinatos con alevosía, muertes masivas de inmigrantes, rifirrafes futboleros, apuñalamientos y tiroteos varios, vandalismo, tráfico de drogas y de personas, aberraciones y abusos sexuales, secuestros, desapariciones, terrorismo, muertes en urgencias, accidentes... En este marco casi apocalíptico llaman la atención últimamente los delitos cometidos por menores de edad, casi niños, víctimas también ellos del alcohol, las drogas y la falta de reglas, que lo mismo asesinan con brutalidad inusitada, que arrojan congéneres por las escaleras del Metro y los patean hasta casi matarlos, o violan y roban con frialdad profesional, para después subirlo a Youtube. Noticias tan desgarradoras añaden componentes nuevos de desasosiego a esta sociedad un poco errática, que busca y no encuentra, hastiada y hedonista, cruel y narcisista, aburrida de sí misma y al borde de la necedad o, lo que es peor, del más puro idiotismo; eso sí disfrazado de redes sociales, modernidad, consumo y suficiencia.

En momentos en los que la gripe sigue haciendo estragos entre los ancianos, que sucumben a pares de manera silenciosa, vivimos pendientes de los juicios sobre corrupción, de quién sale y entra de la cárcel --o no termina, incomprensiblemente, de recalar en ella--, de los pulsos al Estado, de las cifras de muertos en carretera o en casa, del tiempo y el cambio climático, del fracaso escolar, el bullyng o la violencia en las aulas, de los abusos a niños y del acoso sexual a las mujeres (también a algunos hombres), de la podredumbre consuetudinaria que suele traer aparejada el poder, de cómo marchan la Liga y la Copa del Rey, de Operación Triunfo y si empieza o no Supervivientes, de quién va a Eurovisión, de las Campos, o de qué acabará pasando con ciertos noviazgos o peleas en el seno de algunas sagas nacionales. Lo normal, en una sociedad que cuenta con muchas horas de ocio, o que necesita evadirse de jornadas maratonianas, sueldos ínfimos, explotación laboral o la más pura inseguridad. Sin embargo, el tema de los niños asesinos es de tal gravedad que estremece, y bajo ningún concepto se debe dejar pasar. Refleja una ausencia clamorosa de miedo al castigo, profundas carencias legales y educativas (en la escuela y en casa), falta de modelos y de referentes, fallos estrepitosos en los sistemas de rehabilitación y reinserción social, odio contenido y mala sangre, triunfo de los derechos sobre las obligaciones, impunidad. Si nuestros hijos son capaces de llegar a tales extremos es porque han crecido en ambientes desestructurados, violentos y permisivos, presididos por la quiebra moral, los rencores, la agresividad atroz y el todo vale; han sufrido en carne propia el horror de los abusos o del rechazo; no consiguen integrarse, o carecen por completo de valores. Cuando los vástagos de una sociedad son capaces de torturar y matar con brutalidad por placer o solo unos euros, es porque esa sociedad está podrida. Los ejecutores son ellos, pero los culpables, nosotros, en cuyo ejemplo se miran. Alarmante, aterrador, espantoso...

* Catedrático de Arqueología de la UCO