Con ocho años me recuerdo dando una conferencia sobre Kennedy en el aula de mi colegio, el CES. No era nada extraordinario: teníamos un profesor joven y con ganas, que empleaba la misma fuerza en alentar nuestras inquietudes que en reclamar todos los tiros desde la línea de tres puntos, y lo cierto es que Dionisio Ortiz tenía un buen lanzamiento a media distancia. Llegó un viernes y nos dijo: el lunes, cada uno de vosotros escogerá un tema y lo expondrá en clase. No recuerdo si por una serie de televisión de entonces --ha habido varias: la más reciente y mejor, con Katie Holmes interpretando a Jackie--, pero sé que pedí ayuda a mi padre y entre los dos encontramos un reportaje dominical sobre el joven presidente asesinado. Ahí comenzó una fascinación que todavía sigue --la relación con su hermano Bobby, el asesinato escalonado de los dos, la aparición fulgurante de Marilyn-- y también descubrí una posibilidad que entonces desconocía: la de comunicar a un colectivo. Repito: no fue, en verdad, nada extraordinario, porque lo hicimos todos. Recuerdo a mis compañeros hablando de cantantes que yo aún no conocía, de esos que empezaban a poblar las carpetas de las más avanzadas, y también algunos actores y deportistas. Hoy Dionisio Ortiz es mi amigo y de distintas maneras sigo aprendiendo de él, pero entonces nos enseñó a cada uno de nosotros que nuestra capacidad de aprendizaje empezaba en los libros, sí, pero también alcanzaba su plenitud en la vida. Luego tuve otros, también extraordinarios: recuerdo a mi querida Angelita García Hinojosa, ya fallecida, que una vez a la semana aparecía con el periódico bajo el brazo y nos hacía comentar las noticias. O a Manolo García, con el que recorrías La isla del tesoro igual que un mapa extendido en el tiempo, sobre el que también cabían sus recuerdos de un baloncesto eléctrico, el de los 80. Y algo más adelante, ya en BUP, a Isabel Galera, cuyas clases de Historia y de Literatura terminaban siendo auténticas tertulias en las que entraba la vida con su viento de viajes. O Nani, que nos regaló un Virgilio en carne viva.

Pero antes de los ocho años estuve en Lucena, donde la señorita Leli nos había formado una completa biblioteca en nuestra clase del colegio El Carmen, cuyo director era José Luis Bergillos, hombre de la cultura y luego alcalde de Lucena, que tanto hizo por potenciar su legado sefardí, acompañado del también profesor y muy buen poeta --El invernadero de nieve-- Manuel Lara Cantizani. Más adelante, cuando gané un premio de narrativa corta en la mancomunidad Alto Guadalquivir, conocí a otro maestro vocacional y entregado al desarrollo integral de sus alumnos: Lorenzo Calzado. Pero mucho antes de eso, tuve la fortuna de tener en mi vida a otras dos maestras maravillosas: mi abuela Mireya, maestra primero con la República, que después, tras volver a ganar su plaza, alargó su carrera hasta la democracia, con sus esplendorosos belenes, y mi madre, que me enseñó a leer y a escribir. Después, los últimos veinte años, desde que publiqué mi primer libro, no he parado de viajar por institutos de Andalucía y no he dejado de encontrar no solo alumnos vivaces y despiertos, sino profesores entregados a su pasión.

Cuento esto porque después de las declaraciones de la vicesecretaria de Acción Social del Partido Popular, Isabel García Tejerina -«En Andalucía te dicen que lo que sabe un niño de diez años es lo que sabe un niño de ocho en Castilla y León»--, no he querido escribir desde la primera reacción que me ha cruzado el cuerpo, sino desde el amor. Aunque luego se ha retractado, no ha sido la única: Teodoro García Egea, secretario general del PP, ha añadido que «La gestión de Díaz es nefasta, pero no tienen culpa los andaluces de tener que dar la clase en barracones ni de sus políticas fracasadas». La idea no es nueva: Ana Mato ya nos descubrió que los niños andaluces «son prácticamente analfabetos» y «estudian en el suelo». En fin: no he querido poner las vísceras encima de la mesa porque si pienso en mis maestros y en mi educación, solo siento una gran gratitud.

Luego, más allá de mí mismo, evoco Andalucía y comprendo la obsesión por perseguirnos: a ver quién tiene a Juan Ramón Jiménez y a Vicente Aleixandre, Nobel ambos. A Lorca. A los Machado. A todo el 27. A ver quiénes escriben parte de la mejor poesía española de hoy, sino los andaluces. Vamos a hablar clarito. ¿Autocrítica? Sí, pero otro día. Creo en nuestros niños, creo en todos los niños. Que los dejen crecer en su luz prodigiosa.

* Escritor