Según nos dicen las Sagradas Escrituras el niño crecía en sabiduría y bondad. Una sabiduría que le hacía tener los ojos bien abiertos para conocer la realidad y un amor para dedicarse a lo más débil, sencillo y excluido de la sociedad. El niño observaba cómo las legiones romanas maltrataban a su pueblo, sometiéndolo y provocando todo tipo de víctimas, careciendo incluso de escrúpulos a la hora de matar a los más pequeños e indefensos. El niño examinaba con sus propios ojos cómo los publicanos, juristas y escribanos se cebaban contra las personas más necesitadas, cobrándoles unos impuestos abusivos mientras ellos vivían con todo tipo de lujos, sometiéndolas a unas leyes injustas y condenándolas a la extrema miseria, exclusión y desamparo. El niño percibía cómo los sacerdotes vivían con los mayores lujos de la época, palacios y buenos recaudos, veía cómo habían hecho del templo un mercado, una auténtica cueva de ladrones, donde se tomaba el nombre de Dios en vano. Sus ojos contemplaban cómo se menospreciaba al extranjero, expulsándolo y considerándolo un intruso indeseable, cómo se maltrataba a la mujer en una sociedad patriarcal en la que ocupaba el último eslabón de la cadena, cómo los enfermos, leprosos o con trastornos mentales, eran tratados como impuros, endemoniados y apestados de la sociedad. Desde niño aprendió que todas esas violaciones a los derechos humanos no marcaban el camino para desarrollar el verdadero sentido de la humanidad.

Cuándo fue mayor puso en práctica, con sus dichos y hechos, todo lo que había aprendido gracias a una bondad que llenaba sus entrañas de las mejores intenciones, como el manantial que recoge la mejor agua cristalina para saciar la sed, en este caso sed de humanidad, justicia, igualdad y amor. Y con su comunidad de mujeres y hombres se puso a proclamar a las personas empobrecidas la buena noticia: «para dar la libertad a los oprimidos» (Lc. 4,18).

Este estilo de vida le llevaría a chocar frontalmente con una gran bestia de múltiples cabezas. Una cabeza lucía una enorme corona de oro y piedras preciosas, otra portaba una enorme mitra bordada con bellas sedas, y una tercera aparecía envuelta con banderas y pendones provenientes de legiones y de la clase social que se cree dueña del pueblo. La bestia con todo su poder, basado en la exclusión, la desigualdad, la xenofobia y la destrucción de la naturaleza mató al profeta, al niño que creció en sabiduría y bondad, e hicieron creer que era culpable por unos actos solidarios contrarios al poder y a los poderosos que usan su fuerza para excluir y matar.

Pero el espíritu de aquel profeta, de aquel niño, no lograron exterminarlo. Y comenzó a brotar en miles de seres humanos a lo largo de los siglos dando de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo, de acoger al extranjero, de visitar al preso, de acompañar al enfermo. Mientras, la bestia se sigue removiendo y dando zarpazos cada vez que tiene una oportunidad. No le tengamos miedo a la bestia. Luchemos con toda nuestra fuerza por la libertad, la igualdad y la fraternidad, y dejemos crecer lo mejor de nuestras entrañas para abrazar y besar, la mejor medicina para cualquier ser humano.

* Profesor