Casi a la mano tengo aquel día de tu nacimiento, cuando mis brazos fueron los primeros que te acunaron en este mundo. ¡Qué torbellino de sentimientos nuevos conmocionaban mi alma! Tu llegada a mi vida era como si, retrocediendo en el tiempo, me hiciera madre de nuevo por primera vez. Mis ojos fijos en tu realidad palpitante derramaron lágrimas de emoción, al tiempo que un sin fin de interrogantes me crecían sin respuesta en los adentros: ¿Te vería crecer sano y feliz? ¿Encontrarías en este mundo ese lugar donde la justicia, el amor... hacen posible que los hombres vivan en paz...? ¡Cuántas cosas, pequeño mío, soñaba para ti, tan recién nacido que solo eras la gran novedad que todos nos diputábamos! Y el tiempo ha ido dejando atrás aquel primer gol que te hizo sentir, en tu gran ingenuidad, protagonista y líder indiscutible. ¡Cuántos desayunos y juegos compartidos! ¡Cuántas noches llenando el gran hueco vacío de mi cama de dos reducida a recuerdos y lágrimas! Pero he aquí que te recuerdo cuando se te avecinaba un gran acontecimiento: tu Primera Comunión, algo que no obstante, parecía ser mucho más importante para los demás que para ti. Algo, sí, fue problemático para tus pocos años: la confesión. ¿Qué tengo que decir, mamá...? ¿Qué son pecados? Y entonces te dije, «mi querido niño: en este día quiero dejarte un mensaje para cuando sepas entenderlo: solo pecan los que no tienen amor en su corazón. Por eso, que este gran día, sea, ante todo, un paso que, inconscientemente, hoy, con responsabilidad, mañana, te haga caminar siempre en el maravilloso Mandamiento del amor». También hoy me emociono al escribirte: has crecido. Hoy eres un joven de perenne sonrisa y grandes valores.

* Maestra y escritora