Por si no lo sabían, Antonio Banderas es negro. Uno siempre despierta, con un poco de suerte, aprendiendo algo nuevo. Yo lo descubrí hace pocos días: que el actor malagueño es el Kunta Kinte almodovariano, el Zorro congoleño, el guerrero senegalés número 13. Un fenómeno negro o de color. Ni siquiera mulato, ni siquiera oscurito, ni siquiera dorado por ese sol tardío de la noche invernal sobre la playa de El Pedregalejo. No: un negro. Como el de Cola-Cao. Igual que Michael Jordan, pero sin esa magia sobre el vuelo que tocaba los cielos siderales antes de caer sobre nosotros. Cantante como un rey del mambo negro, igual que un Nat King Cole que además es motero y dirige películas, monta musicales y se trae su Broadway a Málaga. En fin, una estupidez más de este fin de los tiempos, si no fuera porque en Estados Unidos han celebrado su candidatura al Oscar por su espléndido papel en Dolor y gloria argumentando que es uno de los pocos actores de color -o sea: negros- nominado en esta edición de las figuras doradas con su espada de tiempo. Todo este disparate empezó precisamente allí: en Estados Unidos, pero hace mucho tiempo. Esa reducción del ser humano, de sus apetitos y perfiles, en compartimentitos de parcialísima realidad. Harold Bloom ya denunció en su día que el canon occidental -su canon- ya no se estudia en las universidades estadounidenses, segmentadas en un multiculturalismo basado en premisas raciales, sexuales y de clase. O sea, que lo importante no es la calidad del texto, sino hacer un buen estudio de la literatura obrerista de la comunidad LGTBI de Mozambique. Y cuando entramos en Estados Unidos, además de tener que asegurar que no llevamos bombas con nosotros y que no participamos en el Holocausto, lo primero que descubrimos es que no somos blancos, sino hispanos. Y así todo, incluido Antonio Banderas, que es el último Hollywood con su broche de estrellas, porque el resto es silencio y cuentas de Instagram. Ojalá se lo den.

* Escritor