Durante las últimas semanas se han ido sucediendo noticias que no solo no debieran pasar desapercibidas, sino que tendrían que hacernos reflexionar sobre los valores de las sociedades que estamos construyendo. Nos detendremos en dos de ellas. La primera, la apertura del juicio por la muerte de la congoleña Samba Martine en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche como consecuencia de una complicación derivada del VIH del que estaba enferma y que no le fue adecuadamente diagnosticado ni tratado en el año 2011. La segunda, la denuncia interpuesta ante el Tribunal Penal Internacional (TPI) de la Haya por un grupo de abogados de Amnistía Internacional acusando a la Unión Europea de crímenes contra la humanidad por sus políticas de control migratorio. Esta acusación va dirigida contra los estados miembros como últimos responsables de las muertes en el Mediterráneo, así como por el abandono de las personas que son devueltas a Libia, condenadas a vivir en una situación cuyos horizontes pasan por ser vendidas como esclavas, sufrir abusos y vulneraciones de derechos humanos o incluso la muerte.

En ambos casos queda patente cómo las políticas migratorias adoptadas, lejos de adquirir una dimensión política que pudiera afrontar con garantías una realidad estructural, se han diseñado desde lo que Achille Mbembe en 2006 denominó como necropolítica. Este concepto plantea que «la vida de los otros es objeto de cálculo y carece de valor intrínseco en la medida en que no resultan rentables o, simplemente, dejan de serlo». Baumann también apuntó en esta dirección cuando hablaba de la «industria del deshecho humano» en su Archipiélago de Excepciones del 2008. En esta concepción es el Estado quien decide qué seres humanos merecen o no seguir siendo parte de la comunidad política en complicidad con miembros destacados de la sociedad.

Es decir, el diseño de las políticas migratorias, en España y en Europa en general, se han articulado desde una óptica utilitarista que abandona el objetivo de la construcción de democracias inclusivas. Y se ha abandonado puesto que una profundización en la misma podría hacer peligrar los pilares del capitalismo neoliberal sostenidos sobre un mercado global desregulado.

Tal y como plantea el profesor en su artículo Necropolítica y Migraciones, en el 2017, la tendencia seguida en la construcción de la política migratoria se ha sostenido sobre cuatro pilares esenciales que se han ido reproduciendo en todos los niveles de la gestión, tanto en el ámbito de los estados, como en el de la Unión Europea.

De un lado, la negación de la existencia misma de los refugiados a través del concepto de solicitantes de asilo, su cuestionamiento y las demoras interminables en la resolución de los expedientes. En segundo lugar, una construcción perversa del migrante/refugiado como amenaza para las sociedades receptoras. No tenemos más que recordar en este punto las ingentes cantidades de noticias falsas en relación con la vinculación de personas refugiadas en actos terroristas o en agresiones a mujeres. Tras el estereotipo es más sencillo proceder a una naturalización de un discurso sostenido sobre la seguridad y la defensa, tal y como se ha podido observar en los distintos consejos europeos o consejos de justicia e interior donde se ha discutido sobre el fenómeno migratorio. En todos y cada uno de ellos las medidas a adoptar siempre han estado alineadas con cuestiones vinculadas a la gestión de la migración como una amenaza. De ahí la normalización en relación con los procesos de externalización de la política migratoria, utilizada como política de control policial y de orden público y expuesta ante la opinión como la única posible. Incluso se ha llegado a proponer, en algún momento, la militarización de las fronteras a través de despliegues de fuerzas OTAN en el Mediterráneo, algo inaudito para un fenómeno que está demostrado no se puede detener mediante el levantamiento de muros, independientemente del tipo que sean.

Finalmente, el vaciamiento del contenido de políticas como el asilo y el refugio o de la protección de los derechos humanos, parte indisoluble de nuestros estados de derecho, han facilitado que las sociedades europeas no entren a cuestionar ni ética, ni moralmente las acciones que sus gobiernos han implementado en relación con las personas que intentan llegar a la «supuesta isla de derechos» que representa la UE. La cuestión aquí sería ¿derechos para quién? Si volvemos a nuestros ejemplos del principio, ni Samba Martine ni los miles de desaparecidos pertenecen a ese grupo de privilegiados.

* Profesora de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid