Necesito un abrazo. No lo noto en la punta de los dedos, ni tampoco en las manos, ni en los hombros. Me lo noto en la vista, en mi cuerpo vacío de los ojos al pecho. Un abrazo de los de verdad, de esos que te crujen hondamente, de aquellos que te estrechan con luz gravitatoria y te fijan al suelo, pero también a un ligero temblor de eternidad. Un abrazo de esos presentidos que justifican toda la existencia, que marcan sus segundos, y que ahora se han vuelto tan efímeros, mucho más espaciados. Y eso, si aparecen. Uno de esos abrazos que casi pueden ser una temeridad, como una agresión involuntaria, con su punta de riesgo en el aire de alarma. Ni siquiera hablo del abrazo carnal, que siempre viene bien y no siempre escasea; no, me refiero al abrazo sin ápice de vuelo sensual, a ese abrazo humano que te salta en el pecho y te potencia el ánimo, que te hace caminar con energía por senderos que parecen estar tambaleantes, porque has encontrado a tus afines. Ese tipo de abrazo. El que te fundamenta. El que te recompone igual que un buen poema o una copa de vino. El abrazo que realza todo eso, una respiración que resiste en los pasos borrosos de tu bosque móvil. El abrazo que guarda en su interior todo un pulso de vida.

Escribo que necesito un abrazo y me viene a la cabeza el título de una novela de Rafael Soler. Me refiero a Necesito una isla grande. La estuvimos presentando en el Café Comercial Jon Andión y yo antes de que empezara este desastre. Madrid aquella tarde casi parecía la promesa del tiempo que podíamos tocar. Hablo de un escenario que ahora mismo nos resulta imposible: la planta de arriba del mítico Comercial, donde peregrinaron Galdós, medio 98, el 27 y el también el final Manuel Machado, cuajado de los rostros que le dan sentido en Madrid, y en cualquier parte, a la presentación de una novela. Todos los que amamos leer y escribir. Lo que no nos podíamos imaginar, en esta tarde larga de gin-tonics celestes, entre besos y risas sin distancia de seguridad y cadencia de abrazos, era que el argumento de la novela que estábamos celebrando iba a ser una premonición lírica de una de las caras más duras de la pandemia. Porque Necesito una isla grande, que no es una novela postapocalíptica, cuenta la historia rabiosamente humana de un grupo de amigos, todos muy mayores, con un pie casi en la muerte y otro en la desesperanza, que deciden marcharse del asilo en una furgoneta y buscar su último oasis. La novela podría ser el regalo de estas navidades: básicamente, porque es espléndida, con unos personajes que puedes tocar, que te miran y llaman, porque también te abrazan de otra forma. Pero lo que no sabíamos, entonces, era que, poco después, tantos ancianos iban a estar deseando escaparse de las residencias para no morir, mientras muchos de sus hijos luchaban por sacarlos de ahí. En fin, ese horror del que luego se lavó las manos el mismo que, al principio, quiso colgarse la medalla de su cacareada salvación.

Una de las delicias de esta buena novela es desvelar esos detalles mínimos con los que podemos ser felices: una buena comida o un paisaje. Un instante de serenidad, tocar el horizonte o poner en valor esa veteranía que contiene mucha más fortaleza que fragilidad. Los padres y los hijos, el calor de un segundo que nos puede nombrar. El humor por delante. Y querer ver el mar. Escribo esto porque nos vienen días en que todos querremos ver el mar. Y ver el mar, ahora, es poder reunirnos con nuestras familias. Con nuestros amigos, con todas esas gentes que, si pudiéramos abrazar de una sola vez, estarían definiendo lo que somos. Porque vivir es resistir los golpes que te llegan casi de todas partes y saber escoger a quién abrazas. Y si vas hilando esa red total de abrazos a tu alrededor, aunque te sientas solo, o quizá débil, entonces, lo que tienes, es una plenitud.

Pensando en los personajes de la novela y en nosotros mismos como personajes, respetando las medidas de seguridad, estas Fiestas nadie debería estar solo. El impacto, la soledad, el dolor y la pérdida han sido tan fuertes durante estos meses que nos hemos ganado el derecho al abrazo. Y quizá desde ahí recuperar una cierta conciencia colectiva de unión. Cada uno como pueda y con sus precauciones. Pero ese abrazo lo necesitamos. Esa fotografía de Nochebuena, aunque sea al aire libre, al mediodía. Como sea. Quizá solo haga falta sentarnos a la mesa, en el mismo mantel. Hablarnos y escucharnos, mirarnos a los ojos. Yo lo firmo. El abrazo interior también te salva.

* Escritor