La alerta llega desde Estados Unidos, donde irrumpió la problemática en toda su extensión: el uso de analgésicos opioides puede generar una grave problema de salud pública. Así lo indicaron el pasado mes de mayo una docena de congresistas estadounidenses en una carta enviada a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Es un tipo de medicación que en nuestro país se había recetado para los enfermos terminales de cáncer, por ejemplo, con el objetivo de evitarles sufrimientos innecesarios. Hoy, su consumo y prescripción son mucho más amplios al abarcar también a procesos crónicos que causan dolor (lumbalgias, artrosis, fibromialgias o artritis), y que hasta hace poco se trataban con analgésicos más suaves.

La cuestión desató la alarma en EEUU después de que se estime que, desde 1999, se han registrado más de 200.000 fallecimientos como efecto del abuso de este tipo de medicamentos. En un país donde el libre mercado también afecta a la sanidad, su consumo estaba al alcance cualquier bolsillo que pudiera pagarlos. En España, el filtro de la sanidad pública debe servir para ejercer un necesario control de un uso indiscriminado de unos fármacos que provocan dependencia (por el estado de euforia) y toxicidad, según todos los estudios.

Resulta absolutamente comprensible que un enfermo quiera mitigar el dolor y el sufrimiento por encima de todo, pero es tarea de los especialistas decidir dónde está la barrera, dónde se puede tratar con un analgésico corriente o con un derivado del opio. Y ahí entra el factor que ha sido denunciado en EEUU: la presión de la industria farmacéutica y su poderosa maquinaria de márketing y publicidad. Corresponde a los organismos reguladores, empezando por la Agencia Europea del Medicamento, fijar las reglas del juego para todos los ámbitos sanitarios. Y también a los rectores de la sanidad pública de nuestro país estar vigilantes ante una tendencia al alza que no parece nada recomendable.