En la vida de los pueblos, de los individuos, siempre hay un momento decisivo en que la historia comienza o cambia radicalmente. Si nos detenemos un momento y observamos el movimiento de la vida a nuestro alrededor, veremos que es permanente renovación. Siempre me ha provocado reflexión aquello de que el cuerpo que teníamos hace un año, por ejemplo, ya no es el mismo que tenemos ahora. Ha habido renovación: muerte, nacimiento. No obstante hay algo en nosotros que se resiste al cambio: nuestra mentalidad acomodada a unos esquemas que la soportan con una facilidad asombrosa basada en la rutina de la cotidianidad. Pero nuestra inercia tiene un nombre más preocupante y trascendente: irresponsabilidad. Para este verano, tiempo de vacaciones, un breve relato: Un árbol de hoja caduca fue sembrado en un hermoso jardín. A su alrededor crecían viejos árboles de hoja perenne. Cuando llegó el invierno, el árbol de hoja caduca perdió sus hojas. Con sorna los demás árboles se dirigían a él: «¡Qué pena nos da verte ¿Acaso estás muerto?». El árbol de hoja caduca, reservado y silencioso, resistía las heladas y los fuertes vientos, protegido por el cálido rescoldo de la savia que le alimentaba en sus adentros. Cuando llegó la primavera, comenzaron a brotarle yemas, hojas, ramas espléndidas que parecían izarse al cielo, alargando sus brazos en frescas sombras. Lo árboles de hoja perenne lo miraban y se decían: «¿Qué milagro es éste? ¿Acaso ha resucitado de la muerte?» El árbol de hoja caduca, con gran humildad, les dijo: «¡Qué equivocados estáis! mis hojas viejas me abandonaron, pero mi sangre siguió regando lo más profundo de mi ser. De esta manera cada año, puedo estrenar ropajes nuevos. Yo no sabría qué hacer con las mismas vestiduras que el día de mi alumbramiento». Y yo digo que tampoco. Eran sayos bautismales nada más.

* Maestra y escritora