Lo mejor de la segunda película de Indiana Jones es su arranque: Todo un homenaje a los musicales de los años 30, con el juego de bailarinas en torno al incombustible Anything goes de Cole Porter. Y lo más curioso es que esa pieza musical se representa en el Shanghái de los años 30. Indiana Jones y el Templo Maldito es una producción de 1984, el mismo año en el que ingleses y chinos acordaron, a partir de 1997, la reversión de Hong Kong a la soberanía china bajo la cuca conceptuación de Región Administrativa Especial: desde ese islote usurpado por su Graciosa Majestad durante las guerras del opio, se extendería el capitalismo sobre toda la vastedad de la China continental. Por aquellos entonces, uno era un estudiante de Derecho que en sus sueños ampulosos y orientalizantes, imaginaba celebrar el año nuevo del 97 en un sampán en la bahía hongkonesa, con fuegos artificiales y dragones, y ese preaviso de que el nuevo siglo pertenecería a Oriente. Nunca he estado en Hong Kong, aunque en este tiempo los chinos se han inoculado de un consumismo que dejaría en el rostro de Mao el grito de Munch.

Traigo Hong Kong a colación para aguar un tanto la letanía gibraltareña. Para preservar la soberanía británica del Peñón, se escuda el Foreign Office en la voluntad inmarcesible de los llanitos. No vamos a decir que no, pero los hongkoneses no hicieron precisamente la ola cuando el Reino Unido tuvo que aceptar la presión creciente de Pekín en ese traspaso de soberanía. El doble rasero no es ni más ni menos que la ley del más fuerte, y el Imperio británico no es ni sombra de lo que fue, intentando con el brexit proyectar un holograma de su pasado esplendor.

Para acercarse a Gibraltar, es bueno relativizar. En las cuevas de sus acantilados moraron los últimos neandertales, y que se sepa no grabaron la Union Jack en aquellas cavernas para glorificar el festín de la caza. Tampoco se han observado en esas grutas pictogramas de danzantes con sombrero cordobés. Las monas mismo, último vestigio de simios prensiles en el Viejo Continente, son anteriores al Tratado de Utrecht.

Empero, el relativismo no es sinónimo de resignación. Gibraltar es un anacronismo, un grano de colonialismo incrustado en una España testada en todas las garantías de la Europa democrática. Es impensable imaginar que de aquella incursión del teniente Bolaños en el XVIII, aún se mantuviese un enclave hispano cerca de Inverness. La cuestión está en empatizar: si uno fuese gibraltareño sería reacio a perder esos privilegios, al igual que desde este lado es imperioso desprenderse de esa pátina despreciativa que aún nos endosa parte del mundo anglosajón. No seamos ingenuos, ni siquiera en el vociferío de una campaña electoral. Con o sin brexit, el Reino Unido no iba a doblegarse de manera automática hacia postulados cosoberanistas. Pero el referéndum convocado por Cameron se ha constatado como un tremendo error estratégico. Ahora Europa no puede ser neutral, y por primera vez ha enfatizado el apoyo a uno de sus socios frente al que se ha querido divorciar. Ha hecho bien el presidente Sánchez con amagar con el veto, y la triple garantía se antoja como algo más que un brindis al sol. Pero más allá de los réditos electorales y las banderías, lo que interesa es la eficacia de la gestión de la bahía gibraltareña. Ni paraísos fiscales, ni ardores guerreros. El Peñón solo se hará más permeable desde la insolencia de la tenacidad.

* Abogado