He sido feliz viendo jugar a Juan Carlos Navarro. También se me ha salido el corazón por la boca, pero es que el baloncesto tiene eso y Navarro ha sido, para muchos de nosotros, el corazón del baloncesto los últimos veinte años. Comenzó siendo un chaval y, si no existiera su amigo Pau Gasol, sería sin discusión --o con una discusión cervecera estupenda, de las que se disfrutan, recordando a Villacampa, a Epi, a Martín, a Corbalán o a Herreros-- el mejor jugador de baloncesto español. Empezó en la élite siendo un chaval de 18 años y se retira como un chaval de 38 que podría haber jugado un año más. Navarro brilló en la NBA, donde fue el debutante que más triples marcó, y demostró que el talento electrizado de su desenfado podía superar cualquier muralla física, y que el baloncesto no es solo un juego de gigantes y cabezudos, sino de cabezas endiabladamente rápidas con una intrepidez de la emoción y un sideral descaro. El número 11 de Juan Carlos se subirá al Palau Blaugrana con el 15 de Epi, el 7 de Solozábal, el 4 de Jiménez y el 12 de Dueñas. Su homenaje se iba a celebrar el 25 de noviembre, pero se suspendió por la muerte de su padre. Pensando en esto he recordado mi conversación reciente con nuestro gran poeta de la naturaleza, Alejandro López Andrada, que acaba de publicar su libro de memorias Los árboles que huyeron. Por unas circunstancias parecidas de duelo, hablamos y dijimos que la vida y la escritura, al final, no es mucho más que los padres y los hijos, con unos pocos amigos verdaderos. En una entrevista de Robert Álvarez, Juan Carlos Navarro confiesa que al acercarse su homenaje recuerda mucho a su padre. Dice que su padre lo siguió toda la vida, que hizo lo que pudo y que al final no tenía fuerzas para ir al Palau y seguía los partidos por televisión. Tras su despedida, el padre de Navarro lamentaba no poder ver jugar a su hijo más: el baloncesto había terminado para él y su vida empezaba a diluirse en recuerdo y días de oro.

* Escritor