Por más que se atrinchere en la Puerta de Sol, por más que rece al Cristo de Medinaceli, por más que jure su inocencia en el chanchullomáster de la Universidad Juan Carlos, Cristina Cifuentes huele a muerto; y mientras más se resista más grotesca será la caída. La presidenta de Madrid está tan amortizada como los dos ministros de los que Angela Merkel tuvo que prescindir en la última década, como bien recordarán, al descubrirse que éstos consiguieron títulos que no merecían por méritos propios. Con la diferencia de que allí la cosa se resolvió de manera fulminante, y aquí aún habrá pasillo de comedia. O de tragedia, si atendemos a los ?idus de marzo,? a los que no prestó atención Julio César y que tampoco supo interpretar la graduada cuando se descubrió el papelón de la universidad. El asunto está finiquitado y no me interesa más allá de sentir cierta vergüenza ajena por el comportamiento de los voceros del PP y de los huidizos profes universitarios. Desde el principio de todo este trampantojo, mi pensamiento ha estado en los padres que con esfuerzo, y esquilmando su magro patrimonio, costean los estudios universitarios de sus hijos; en los estudiantes sin muchos recursos que a diario madrugan y toman el tren o el autobús para ir de sus pueblos a la capital y seguir las clases; en las becas que se pierden por medio punto, por los recortes de Montoro o por la pequeña mejora que la declaración de la renta de la unidad familiar experimentó el último año con la herencia del abuelo; en los buenos estudiantes que se costean sus másteres poniendo copas en los bares de la noche o en los chiringuitos de playa; en los opositores que se dejan las pestañas en el flexo aspirando a una plaza disputada a cara de perro; en todas aquellas personas que con su entrega, lágrimas y malos ratos, han conseguido su título, su graduación, su tesis doctoral, un aprobado, un sobresaliente o una matrícula de honor. Hoy se habla mucho de la educación en valores, pero la realidad es que el esfuerzo no goza de seguidores, siendo éste el mayor aliado de cualquier persona con ilusión y ganas de hacerse un sitio, sabiendo que solo será fuerte por la resistencia que sea capaz de vencer. Pero el signo de los tiempos es muy otro, y el comportamiento de la clase política un malísimo ejemplo. «La corrupción abunda y el talento escasea», decía Balzac, y como el género humano no escarmienta, la corrupción es el arma de la mediocridad, que tanto abunda. Porque si nos engañamos, y hasta nos arrastramos para conseguir un fin pequeño: un aprobado, una recomendación, un títulito, siempre nos parecerá monstruoso cualquier obstáculo que encontremos en el camino.

* Periodista