El ideario nacionalista fraguado en los parámetros recordados en el artículo precedente, concebido cara el consumo generalizado del lado de una población altamente analfabeta, estuvo rápidamente presto para su socialización. En su largo control de los resortes del poder, los moderados de la década 1.843-54 lo inyectaron con fuerza en el sistema circulatorio de los distintos grados docentes, con éxito quizá tan imprevisto como rotundo. Y, en sus premisas básicas, continuó vigente hasta la etapa finisecular y, cabe decir con alguna propiedad, hasta las fronteras mismas del tiempo presente. De modo natural, este «para -garcilasianamente- no hacer mudanza en su cuidado» modifica cualquier manifestación social. Los contornos imantadores del Sexenio Democrático (1.868-74) y de la primera etapa de la restauración canovista se trocaron en más adustos con la aparición de sus competidores periféricos, en especial, en Cataluña y el País Vasco. Después del trauma del 98, el fundamentalismo religioso, orillado en la equilibrada arquitectura de los años fundacionales, rivalizó con el castellanista por el dominio de la versión más actualizada del nacionalismo hispano. No se introducían nuevos elementos en su implementación, pero se efectuaban significativas alteraciones en su manifestación. La religión, piedra, en definitiva, angular el primitivo edificio, dejaba paso ahora, sin antinomia, al patriotismo cívico-militar como pieza clave de toda la arquitectura nacionalista. Ganivet, Costa, Giner de los Ríos, Lerroux y el mismo general Primo de Rivera se hallaron, pese a sus contradicciones, a gusto en él. Centralista y con un toque de modernidad y futurismo, en sus aguas navegaron durante la Segunda República periódicos tan diferenciados y aun antagónicos como El Sol y El Debate. Y en la segunda dictadura castrense del novecientos, tan sólo invertida la primacía de sus conceptos axiales, Franco y su coterráneo D. Ramón Menéndez Pidal se reconocieron en él.

La pulsión de extrañeza que fenómeno tan singular suscita en su espectador acrecienta sin duda el deseo de indagar sus causas. El nacionalismo español fue siempre un producto cultural asaz complejo y rico y, por ende, de manejo muy delicado. Los teorizadores de su versión canónica contemporánea así lo comprendieron, y su fórmula resultó por medio siglo todo un éxito. La irrupción en la escena del cruce del XIX al XX de los pujantes movimientos catalanista y vasco obliteró la porción esencial de la dinámica de un nacionalismo denominado ya por sus adversarios como «españolista», obligándolo a una refundición si deseaba subsistir en una Europa en la que las tensiones identitarias iban a desembocar, en corto y por derecho, en la primera de sus hecatombes contemporáneas.

Sin embargo, en este replanteamiento, por lo demás sin fuerza creativa ni innovadora (por lo que cabría llamarlo de manera más exacta reajuste o recolocación de piezas), faltó grandemente el sentido del matiz y la apertura que distinguiese al taraceado trabajo de los próceres del liberalismo inicial.

*Catedrático