Bien que desde las borrascas del presente se hace sumamente arduo visualizarlo, existió en la España del ciclo histórico en el que aún nos desenvolvemos, un feliz periodo en que los acuerdos entre fuerzas políticas de distinto signo eran posibles. Fue en los orígenes del afianzamiento del sistema constitucional. Con los escombros del Antiguo Régimen a la vista, esto es, a la conclusión de la primera contienda carlista (1833-40), los prohombres de las dos columnas del Sistema -Martínez de la Rosa, Salustiano Olózaga, Francisco Javier Istúriz, Manuel Cortina, Pedro José Pidal...- rubricaron el pacto tácito que posibilitó la institucionalización de un mínimo consenso no solo sobre los pilares del Establishment, sino muy primordialmente acerca del pensamiento que informaría el patriotismo y el sentimiento identitario del Nuevo Régimen. No obstante la rigidez del ideario de progresistas y moderados, de sus mutuas y frecuentes anatematizaciones, la firma de tal pacto, tan real en la práctica como huidizo y feérico en su establecimiento jurídico, fue fácil. Las diferencias eran -aquí- escasas; el entusiasmo contagioso, y la coyuntura, insoslayable. En una Europa progresiva e irrefrenablemente artillada con el nacionalismo más agresivo -en la sosegada y templada Inglaterra uno de sus más grandes líderes llegaría a decir que «después de la Providencia, el Imperio Británico es la principal fuerza del bien en el mundo...»- constituía cuestión de vida o muerte el abroquelarse con algún sucedáneo por bajo perfil que revistiese.

Encetada la tarea en las fechas indicadas, no tardó en concluirse por las facilidades del terreno y las prisas por recuperar el tiempo perdido en la agonía interminable del Antiguo Régimen. Catolicismo y liberalismo fundieron sus aguas de un mismo origen y naturaleza -la dignidad del ser humano y la igualdad de sus deberes y derechos- para nutrir con exclusividad el proceso de construcción nacional en uno de sus tramos más cruciales. Antes, lo habían hecho ya en los momentos culminantes del pasado español: el descubrimiento y colonización de América -tardó, y mucho, en aceptarse, y asimilarse, la emancipación del Nuevo Mundo por el pueblo y los gobiernos españoles- y el alzamiento contra el despotismo napoleónico, punto de partida para Europa y España de una nueva y promisoria edad.

Tales eran, a la mirada de los arquitectos del Estado contemporáneo en nuestro país, las señas de identidad más robustas y características de su historia, a las cuales tendrían que atenerse, como prenda segura de bienandanza individual y colectiva, para su protagonismo en una época que asistía a la plenitud del poder hegemónico de un Europa motorizada por un nacionalismo de bases y expresión bien diferentes.

* Catedrático