Bailaba el rey David delante de Jehová para celebrar la llegada del arca, bailaba Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, bailaba Kevin Bacon en Footloose y ha bailado Saïd Ramos para ganar la final de Prodigios, el programa que ha devuelto a la televisión una pequeña parte de la dignidad perdida. Fue solamente hace dos semanas y ya parece que lo hemos olvidado, entre el ruido y la furia con las calcomanías de los candidatos cubriendo las fachadas de nuestra paciencia. Parece que ya solo existen las elecciones generales, las municipales y autonómicas --de las europeas no se acuerda ni el fantasma fugaz de Carlos V--, pero hace dos semanas asistimos en Prodigios al prodigio de un muchacho que sacó de Nacho Duato su narración más clara de un dolor, con su tibia belleza y la emoción de un hombre que regresa al pasado de niño que se sale del espejo, que se sabe distinto y se descubre en la lenta cadencia de vivir. Ha sido hermoso ver esa final con la clarinetista Carla Gómez y el violinista Jaime Infante en la disciplina instrumental, Lucía Rodrigo y Raúl Parejo en canto y Elisabetta Fasoglio y Saïd Ramos en danza. Fue estupendo ver y escuchar, disfrutar y asombrarnos con todos estos niños que aspiraban a un premio de 20.000 euros, pero también a la constatación de que todas las horas de sufrimiento y hambre de segundos gloriosos tienen la recompensa del trabajo bien hecho. Además de la cantidad --pequeña, en realidad, teniendo en cuenta las locuras que se ven en televisión--, dentro del premio se incluía un curso de perfeccionamiento intensivo en el Centro de Alto Rendimiento Musical de la Universidad Alfonso X El Sabio. El premio nuestro ha sido descubrirnos mirando a estos adolescentes, niños en varios casos, desvelando las grietas más menudas del arte, los pliegues de unos sueños que se ofrecen desnudos de pureza, esa imantación de los sentidos que les hace creer en esa luz del canto, del instrumento, el baile, sus personalidades ofrecidas desde una verdad que apenas sabe mucho más de sí misma que esas vocaciones, que esas fiebres de vida que al final ofrecen una narración plena de esperanza y rigor. Eso es lo que hemos visto en el programa, que ha vuelto a demostrar que la televisión de calidad también es posible.

Para quien no lo viera, los jueces eran tres: Ainhoa Arteta, Andrés Salado y Nacho Duato. Ganó Saïd Ramos interpretando La Esmeralda, de Cesare Pugni, pero ganó también Nacho Duato cuando se levantó de su sillón para dejar de ser el juez que iba a hacer ganar a ese muchacho para volver a ser el niño que se ponía delante de Saïd Ramos. Estaba emocionado y se notaba, pero después emocionó al público con su narración de honradez, sentimiento y verdad. Contó, mirándose en el niño que había sido, que él había empezado a bailar con 13 años sin que en casa le dejasen hacerlo, siendo el único chico de su academia y escondiendo sus mallas porque los otros niños le llamaban «marica». Contó que su padre le pedía que «hablase como un hombre» y que en las reuniones familiares se escondía para jugar con su prima, la actriz Ana Duato. Contó que ha bailado en todo el mundo y enumeró los teatros en los que ha sido aplaudido. Después, como si pudiera fijarse aún más en los ojos atentos de Saïd, le dijo: «Cuando te veo bailar, pienso lo joven que eres, y lo que dijiste el otro día de que quieres ganar para reivindicar el puesto del hombre en la danza, y cuando el otro día vi a tu padre, cómo te apoyaba... Yo que siempre he pasado un poco de todo y decía: bueno, si no viene mi padre es que está muy ocupado. Pero ahora pienso qué cosa más grande me he perdido. Sigue adelante porque sé que lo vas a conseguir. Qué suerte que hayas nacido en una España libre, una España democrática, y no la que me tocó vivir a mí. Enhorabuena». Eso me impresionó y pensé que tenía que escribirlo después del domingo electoral, porque todavía vibra su eco.

No hubo rencor en sus palabras hacia su padre, sino comprensión incluso. Pero seguía esa dolencia por la incomprensión, por el amor pendiente. Tienes a un hombre que lo ha sido todo en la danza internacional --no es que haya triunfado: es que vive en un planeta propio de triunfo en el que hay tres o cuatro por generación--, que ha ganado dinero, que ha tenido honores, y al final resulta que quizá habría cambiado parte del pastel por que su padre hubiera ido a verle no solo cuatro veces. Esto no es televisión, esto no es baile, sino literatura: entre padres e hijos, con su danza perpetua, reescribimos la vida.

* Escritor