Inicialmente los gladiadores recibieron en Roma el nombre de bustuarii, que alude al origen funerario, y quizás etrusco, de este particular tipo de luchas a muerte u hoplomaquias. Incide en la misma idea la denominación de los juegos: munera, que significa ofrenda. Sin embargo, con el tiempo fueron derivando en una práctica destinada a entretener a la plebe y satisfacer su sed de violencia, de crueldad, de morbo, incluso de poder, al poner la vida de los luchadores derrotados en sus manos. Estos podían ser prisioneros de guerra o esclavos, pero también hombres libres que se contrataban con un empresario (lanista) para combatir durante un tiempo a fin de hacer fortuna o pagar una deuda; hombres, y a veces también mujeres. Septimio Severo las prohibió, y un texto de Estacio (Silvae 1.6.10-27; finales del siglo I d.C.) documenta con claridad su existencia: «Después del banquete siguió un espectáculo que incluyó mujeres gladiadoras y que continuó hasta casi el anochecer». Recientemente ha sido reinterpretada como tal una estatuilla femenina conservada en el Museo de Hamburgo, aunque quizá de procedencia italiana, que aparece a pecho desnudo levantando un brazo armado con el puñal curvo propio de los gladiadores tracios en señal de victoria; va vestida solo con taparrabo y un refuerzo en la rodilla izquierda.

Los gladiadores se entrenaban en el ludus, una especie de escuela aneja por lo general al anfiteatro (recordemos que en Córdoba pudo haberse ubicado el ludus gladiatorius hispanus, del que habría formado parte un entrenador de retiarios documentado entre su epigrafía funeraria), bajo la supervisión del lanista, propietario efectivo de muchos de ellos, que podían ser revendidos eventualmente al mejor postor. Conocemos muchos testimonios al respecto de autores antiguos, entre los cuales una anécdota recogida por Dion Casio alusiva a Calígula, que arruinó sin remedio a un tal Aponius Saturninus aprovechando que se quedó dormido en una subasta de gladiadores: cada vez que cabeceaba, aumentaba la puja un millón de sestercios.

El primer anfiteatro como tal fue construido en Roma por Augusto. Tras su destrucción en el incendio del año 64 d.C., Vespasiano decidió levantar el Colosseo, que se convirtió rápidamente en modelo para todo el Imperio. La noche antes del combate el editor de los juegos ofrecía una cena pública (libera) a los gladiadores para que la gente pudiera admirar en persona la calidad de sus héroes y así ir pensando sus apuestas. Al día siguiente, los combatientes entraban en el anfiteatro adornados con sus mejores galas, y tras dar una vuelta a la arena llegaban ante la tribuna del presidente de los juegos, donde saludaban. A continuación los árbitros revisaban las armas y decidían los emparejamientos; porque como es bien sabido los gladiadores se organizaban en armaturae perfectamente establecidas (tracios, mirmillones, secutores, retiarios, provocatores, hoplómacos, equites, esedarios, etc.), que se cruzaban de mil maneras, sin renunciar al morbo o al exotismo. Huelga decir que el éxito residía en su habilidad, su fuerza, su fiereza; también, por qué no, en la calidad de sus músculos y en su belleza, que los hacía muy cotizados entre las grandes damas del momento, incluida alguna emperatriz. Según la Lex Gladiatoria (s. II d.C.) procedente de Itálica, los más famosos podían llegar a ganar 15.000 sestercios por combate (el sueldo de un buen soldado profesional era de 12.000 sestercios al año), lo que explica su interés en la victoria. Si, por el contrario, caían derrotados en la arena, su grandeza residía en saber alzarse en caso de que las fuerzas aún se lo permitiesen, plantar una rodilla en tierra mientras abrazaban la pierna del contrario y ofrecer su garganta, en un acto de dignidad última que confería la misma grandeza al morir que fiereza habían demostrado en el combate. Tras la muerte de un gladiador entraban en la arena dos personajes disfrazados como Dis Pater y Mercurio Psicopompo, armados, respectivamente, con un martillo y un hierro al rojo vivo. Si cuando el segundo aplicaba el hierro candente al caído éste aún se movía, el segundo le daba martillazos en la cabeza hasta que dejaba de hacerlo. Si no, se limitaba a tres, simbolizando así que se hacía con su alma para trasladarla al Hades. A continuación, era enganchado con un garfio y sacado por la Porta Libitina para ser conducido al spoliarum, donde los brujos se disputaban su sangre para prácticas mágicas. Se entiende así la maldición que dejó en su epitafio uno de los gladiadores muertos en la arena del anfiteatro cordubense: «Lo que cualquiera de vosotros desease para mí, ya difunto, eso hagan los dioses con él, esté vivo o muerto (CIL II2/7, 353)».

* Catedrático de Arqueología de la UCO