De pronto parece que el Mundial de fútbol nos ha devuelto a la normalidad de cada cuatro años: regreso al calor del verano --que empezó ayer y terminará el 23 de septiembre, mes en el que empiezan los otoños calientes—y retorno a ese dolce far niente de siestas de sofá y partido, aunque hayan eliminado a tu equipo. La actualidad política anda estos días con cierta temperatura, después de haber pasado casi frío hace dos semanas, por el 40 de mayo, porque los gallegos parece que tienen una cachaza imposible para el resto de españoles. Rajoy, de Santiago de Compostela, deja la política y se va a su puesto de trabajo de registrador de la propiedad en Santa Pola, un pueblo de Alicante; y Alberto Núñez Feijóo, de Orense, presidente de la Xunta de Galicia, que parecía que sería su sucesor en el Partido Popular, parece que piensa más en su hijo, nacido en febrero del año pasado, en su mujer, ligada a Inditex, directora de Zara Home, y en los gallegos, a los que gobierna. Debe ser la saudade, más atractiva y entrañable que meterse ahora a pensar en lo que piensan los políticos --siempre en las próximas elecciones-- donde los nombres de Soraya Sáenz de Santamaría, María Dolores de Cospedal, Pablo Casado o García Margallo se convertirían para él en una especie de lucha tan dura y cruel como la que se hace en su tierra contra el narcotráfico. Quizá quien tenga menores problemas para ver el Mundial, como quienes lo hacemos desde el sofá, sea Urdangarín, un deportista que no quiso continuar en la vida ya sin competiciones como una persona normal sino como miembro de una familia a la que por ser quien era se la miraba y trataba con la vista gorda y se podía rentabilizar. En la cárcel del abulense pueblo de Brieva, donde seguramente le dio tiempo a pensar al exdirector general de la Guardia Civil, Luis Roldán, que allí estuvo encerrado, Iñaki Urdangarín, exjugador de balonmano y esposo de la infanta Cristina de Borbón, tiene un plazo excepcional que le han regalado los jueces, tiempo que nos dará momentos a pensar en el futuro futbolero de España. Ahora, desde el sofá de la televisión en abierto, en color y casi perfecta, pienso en aquel Mundial de Inglaterra de 1966, cuando a nuestros quince años fuimos capaces de ir de Villaralto a El Viso a traernos andando el televisor en blanco y negro de don Manuel el cura que lo estaban arreglando. En una siesta. Eran aquellos tiempos en que España se andaba curando todavía de las consecuencias de una guerra civil donde las golondrinas del atardecer y la inevitable ignorancia conseguían que un Mundial de fútbol tuviera el mismo efecto que este de Rusia. Aunque fuera en blanco y negro.