Mujeres españolas, no os preocupéis. Porque «España no va a volver a ser un país de mujeres sin voz». Lo ha dicho el ya presidente Pedro Sánchez sin que suba el pan, que también sabe coronarse en la parra de la indignación cuando se toca un pelo al feminismo. Sin embargo, no ha pasado nada. Pedro Sánchez ha dicho lo que ha dicho y se ha quedado tan Sánchez --o sea, tan pancho--, como cuando dijo aquello de «¿Y quién controla a la Fiscalía?». Lo hizo con una voz muy bien imitada, entonces, por su hoy vicepresidente Pablo Iglesias, en plan matón varonil que se encoge de hombros ante la obviedad de una respuesta que dejaba al aire su aparente incapacidad para sentir cualquier tipo de pudor, o sea, una ética. Pero claro: ahora nombra Fiscal General a la anterior ministra de Justicia. Quizá sea porque este hombre tiene otros códigos que no tienen que ver no solo con la hemeroteca, sino con la posible asociación entre las palabras y los hechos que siempre andan a la gresca en cualquier hombre moral; pero si rompes esa ligazón, el pacto con la realidad está hecho --o sea, roto-- y solo tienes que satisfacer una apetencia propia de las circunstancias, con su luz del momento. Y después, a seguir soltando lastre verbal --es decir, más declaraciones--, no solo sin preocuparse de que choquen o no con un ideario más que presunto o imaginado de perfil, sino con la verdad de lo que se dice.

De esa misma manera y con idéntica desenvoltura ha afirmado Pedro Sánchez que «España no va a volver a ser un país de mujeres sin voz». Siempre me ha parecido que hay sujetos --y sujetas-- con los que alguien debería ir detrás, con un diccionario de la RAE en la mano, para irles explicando sobre la marcha el significado de lo que dicen. Aunque aquí lo que falla no sea la semántica, sino la lógica de lo que se asegura o una mínima coherencia entre la mirada sobre la realidad de lo que se asegura y la realidad en sí. Porque si afirmas que «España no va a volver a ser un país de mujeres sin voz», lo que estás diciendo es que «España ha sido hasta ahora un país de mujeres sin voz». Y lo raro, en este caso, es que las propias mujeres --que si algo tienen, en España, hoy, es precisamente eso, voz-- no se hayan dado por aludidas por esta afirmación del presidente, por ese paternalismo heteropatriarcal --trato de adaptarme a la terminología--, mientras se pone su traje de llanero solitario del feminismo para salvar a las mujeres de la quema ideológica. Para liberarlas de ese eterno oprobio que, en España, las tiene condenadas a una poética del silencio a lo Valente. Es decir: mujeres, yo os voy a salvar. Yo, como buen macho-man de este Gobierno de coalición, he venido aquí para daros la voz que no tenéis.

Aunque las feministas no hayan dicho ni mu --habría que ver lo que habría pasado si Pablo Casado hubiera dicho que él viene a salvarlas del silencio, de su sometimiento a la mudez--, uno sí se da humildemente por aludido. Entre otras cosas, porque yo he sido educado por mujeres con voz. Para empezar mi madre, que me enseñó a leer y escribir. Y mis tías, que me acompañaron y me acompañan en el camino de la vida. A ninguna de ellas les ha dado voz Sánchez, a ninguna las ha salvado Sánchez de ningún mutismo. Ellas mismas ganaron su poder, cada una a su manera, sin que ningún presidente del Gobierno tuviera que abrirles la puerta de su realización personal, con su talento y su sensibilidad. También he tenido profesoras extraordinarias en el colegio y la facultad cuya sabiduría espero que todavía me acompañe. Y he conocido a muchas mujeres que me han mostrado una parte fundamental de lo que soy, que me enseñaron a mirar más lejos. Sus palabras viven y forman parte de mí, porque nunca las vi en candoroso silencio. Nunca las he visto arrinconadas. Es más: empezando por la primera y hasta la última de las mujeres que me han querido, con alguna excepción que ahora no recuerdo o se me desdibuja, todas me han enseñado a rebelarme ante cualquier abuso, porque ellas mismas saben que la conquista de uno mismo siempre queda en el aire y debe renovarse cada día. Y eso sin contar a tantas mujeres públicas. A las profesionales de todo tipo. A las escritoras que admiro: en Córdoba, sin ir más lejos, Juana Castro, Matilde Cabello, Pilar Sanabria, Ana Castro, tantas: poetas de la respiración y el tejido. Muchas. Luchadoras todas. Voces, tesón, belleza, plenitud de vivir. Y no en silencio, sino con una voz verdadera y alta. Afortunadamente, no han necesitado que ningún principito las libere.

* Escritor