Aunque el dolor pesara en sus espaldas y la pobreza les estrangulara el aire, nunca pudo con ellas el desánimo. Hoy las veo desde la perspectiva de un tiempo gobernado por voces de plomo y medallas de carbón. La negrura del viento batiendo las esquinas de aquellos inviernos cosidos por la escarcha y la luz cenizosa de la represión que había en el ambiente, no las amilanaba. Siempre fueron un ejemplo para mí. Tenían llena el alma de una sustancia azul que cubría y sanaba las penas y sinsabores que les daba la vida en aquel espacio sórdido de machismo y penumbras. No podían rasgar el cielo ominoso de miedo y escasez que sustentaba aquel mundo. Trabajaban sin saber siquiera si llegaría un futuro más dulce y más justo que aquel presente gris donde, a diario, tenían que respirar rodeadas de frío, remiendos y pucheros huérfanos de esperanza. Eran humildes, resignadas y valientes. Todo al mismo tiempo. Levantaban la vida sencilla, cotidiana, realizando labores durísimas, infrahumanas, lavando la ropa en arroyos de agua helada o cosiendo camisas de lienzo desgarrado por el sol de los montes y la flor de los zarzales. En sus ojos rielaban imágenes silvestres de caminos embarrados viajando a la aceituna y carros atollados en mitad de un horizonte de avefrías y campanas, de trigos aún sin sembrar.

Fueron mujeres que hoy nadie recuerda. Nadie alzó un monumento en su nombre ni grabó sus suaves iniciales de arcilla en el rincón de una plaza de pueblo. Sus vidas sobrias, anónimas, no lograron dejar una huella intemporal en el pergamino lujoso de la historia escrita a conciencia, fríamente, por los hombres que dieron la espalda al mundo femenino. Mujeres rurales barridas por el viento de la dura posguerra, olvidadas por el frío, perdidas en bodegas profundas de silencio que marcaron sus ojos de hambre y escasez. Delicadas siluetas, tristes y enlutadas, que en los días de mi infancia cruzaron los caminos y veredas del pueblo llevando en su cabeza paneras de ropa y sábanas de lienzo que aún siguen tendidas en las piedras de mi espíritu. Nadie os recuerda hoy, pobres mujeres cruzando en sigilo la niebla de los bosques y los montes otoñales en busca de alimento para cubrir las necesidades de vuestras familias, densas y numerosas como ejércitos íntimos labrados por el tacto de vuestra ternura. Cuánto disteis entonces, en mitad de la niebla de aquellos años hoscos, machistas y escasos de sensibilidad. Os veo con los cántaros ocultos bajo el brazo y los cubos de zinc saliendo de mi barrio en dirección al camino de la Zarza, buscando las norias y los pozos de los huertos para llenar de frescor los mediodías de un verano oxidado y vencido por la luz de las viejas moreras llenas de estorninos y alcaudones de fuego. Mujeres fuertes e ingrávidas como las lentas colinas de mi tierra que antaño cruzasteis bajo un encinar que aún huele a vosotras, a vuestro esfuerzo ocre, a vuestra labor de abejas luminosas abriendo senderos en aquella oscuridad de guardianes que urdían el frío del centeno, los tallos flemáticos de una tierra gris que vuestras pisadas de fieltro humanizaban. Hoy todo es más fácil, aunque todavía subsisten demasiadas cadenas y cuerdas que cortar para alcanzar el respeto igualitario por el que siempre en silencio peleasteis. En vuestra inocencia había una lucha sólida, silente y sagrada, que ahora reconozco cuando os nombro despacio, a oscuras, mentalmente: Eufrasia, Bibiana, Andrea, María Josefa, Luisa, Inocencia, Gertrudis, Benedicta...

Las nombro y regresa el olor de sus palabras. Nunca pudieron salir del ostracismo y el silencio machista que les tocó sufrir (vivieron marcadas por unos tiempos áridos), pero ahora quiero nombrarlas recorriendo sus actos sencillos, su lucha cotidiana, el valor maternal que a diario destilaban dejando en el aire una señal de amor. Sus hijas y sus nietas han tenido la ocasión de vindicar la labor de la mujer en un mundo rural que ha evolucionado, pero aún sufre en su carne olvido y desamparo. Queda un largo y lento camino por andar para construir una sociedad más justa e igualitaria en asuntos femeninos. Hoy la vida, a Dios gracias, aquí, en nuestro país, ha perdido los tonos grises y enlutados de la antigua postguerra. No obstante, últimamente, en algunos sectores de nuestra sociedad ha vuelto la niebla y el frío, el olor lánguido de una España cainita, turbia y visceral, que olvida conquistas sociales y culturales. Aquellos que vimos los cielos pantanosos de un tardofranquismo y oímos en torno nuestro las voces marciales y feroces, patriarcales, de una patria cosida por un rumor sutil de himnos abonados por la represión, más que nunca exigimos derechos igualitarios, armonía y respeto entre el hombre y la mujer. Aquellas lejanas siluetas femeninas que, a diario, veía en los días de mi infancia dando vida y sustancia al paisaje de mi barrio, fueron siempre un ejemplo de autenticidad, de lucha y respeto amoroso para mí.

* Escritor