Luce Lauren García ese timbre verbal y arrebatado que tienen unos cuantos poetas verdaderos. Y no hablo de tendencias, de escuelas o registros, sino de temperamento y verdad. Más allá de la forma urbana y lúcida con fogonazo y brillo metafórico desnudo, amarrado en la noche de un domingo que se vuelve sangriento cuando la oscuridad solo esconde un silencio total, ese rasgo interior en la personalidad de la escritura es, sin duda, un don, pero es también su carga, alianza y condena con la realidad del pasado. Lauren García, en estos poemas espléndidos de su libro La muerte de la tristeza, lo que nos está mostrando es el dolor del recuerdo. No solo la elegía, no solo ese lamento por lo que se ha perdido, sino el dolor desnudo que al final se hace cuerpo. Porque este libro hermoso de la colección Más Madera de Oviedo no responde, en caso alguno, a la razón del título: aquí no hay muerte alguna, y ni siquiera un desvalimiento, de ninguna tristeza, sino su fundación desde un álbum de fotos de la memoria que, por suerte o por desgracia, no se ha ido perdiendo en el desgaste natural de vivir. Lauren García avanza en la escritura que es vida también sin dejar una brizna de equipaje atrás, y ese peso cansa y determina. Nos habla de ese hombre solitario «de adormecidos pasos de gigante» que se encontró a sí mismo «al iniciarse el traqueteo de un tren» -emoción, partida, viaje- y hoy se descubre en «aletargados portales» de «calles desiertas». Imaginen un domingo por la noche, cuando la fiesta no tiene sentido. Imaginen un domingo por la noche veinte años después, cuando la fiesta dejó de encontrar su sentido hace ya mucho tiempo. Y ese mismo paseo, y esa misma honda y sincera soledad. No ese brindis que apenas nos tiembla en las manos, sino esos portales que ya no acogerán nuestras nocturnidades en el hueco despierto de las escaleras, con su prisa de ropa y su temblor de abrazos precedido por la calle de invierno, sino la posterior certeza en todas las ventanas que se ven encendidas al regresar a casa.

Estas últimas semanas me ha acompañado mucho la lectura de este libro y por eso lo recomiendo. Es una lectura fácil en verdad, con una entrada limpia como ese primer sorbo que da la bienvenida al posible fulgor de la rauda belleza. Pero luego te va dejando un poso que también es verdad: la vida no era esto, no debería ser esto. Recuerdas cuando estabas «Tumbado bajo los dominios del sol», este tiempo de luz en que creías «que nuestros poemas eran eternos». Esa furia del sábado, con sus tactos y brillos. Esa ciudad dormida que de pronto se abría a un amanecer sin pesadilla, con su inmortalidad. Más allá de los «hielos de dientes crujientes» la libertad era estar en una pensión de la Plaza Mayor de Madrid, por la que ya habían pasado unos cuantos miles de escritores aspirando a su gota de luz plena, saludando al llegar a los fantasmas antes de leer todos sus libros. Y era agradable, tras las guerras nocturnas, sentirse uno acogido en esa mesa de una pareja amiga y joven que ofrecía, desde una convivencia que aspiraba al futuro y podía parecerte algo prematura, la palabra feliz que era al final su casa en la conversación del domingo.

Hay mucho Oviedo y hay mucho Gijón. Mucha Vetusta. Hay mucho Madrid y juventud umbraliana en esa conquista que al final aspiraba a una redención de las noches celestes. Hay noches de lluvia y despedidas en los andenes de las estaciones de autobuses. Hay miradas que prometen vidas que no serán, con su fiebre en los labios, junto a «El misterio de imaginarte / en las primeras chimeneas del día». Aquí hay una poesía que formalmente no aspira a ser gran poesía y sin embargo acaba siendo gran poesía, como explica José Luis Rey en su estupendo Prólogo: «Me honra la amistad de un poeta como Lauren García, que me confirmó que el verso de Cernuda podría corregirse así: algunos seres que admirar te quedan». Admiro la humanidad de estos poemas, que es la humanidad de Lauren. Lauren García es mi amigo, pero lo he conocido y hasta querido más en este libro. Quizá porque ahora sana recordar esa misma juventud que se creía invencible y en realidad lo era, o quizá porque el tiempo solamente se va para volver después más macerado y lento, con todo cuanto cabe en la mirada a través de una botella vacía de bourbon que contiene un mundo. Entre la visión de aquella chica que me esperó en Argüelles y los atardeceres de Moncloa he sido feliz leyendo estos poemas, quizá porque no siempre el infierno sobrevenido sea mirar atrás.