De nuevo un acontecimiento bien mediatizado, en prime--time, nos pone a debatir a familias y amigos: La muerte «deseada» de María José, enferma crónica, ayudada por su marido Ángel.

Es este un debate, al menos aparentemente, de corto recorrido; la sana intención de aliviar un sufrimiento sacrificando no volver a ver más a la persona querida está tan cargada de emociones, argumentos y sentido común, que debilita cualquier oportunidad de contra--argumentación tranquila y sosegada, sin apasionamiento. El peso que tiene el objetivo finalista de la acción (eliminar un sufrimiento) es tan contundente, que parece justificar de manera incuestionable el grave medio empleado: la muerte; y se despierta casi como un mero acto reflejo un loable deseo: Una ley que regule y proteja el derecho a morir como herramienta útil para evitar el sufrimiento asociado a una enfermedad degenerativa o letal.

Con independencia del calado que este movimiento socio-político pueda alcanzar y del cariz ideológico de quien aborda el tema en busca de un importante logro social, me gustaría destacar e incidir ahora en algo tan nuestro de cada día como es nuestra actitud ante el sufrimiento y la muerte.

Qué curiosa paradoja... Llega el debate cuando vivimos una época en la que la medicina se ha ido dotando de conocimientos y medios para procurar con éxito una buena y larga vida, a base de luchar contra la muerte, incluso cercana o inminente y nos tropezamos hoy de bruces con el planteamiento de un derecho a proteger la dignidad de la persona que esconde y oculta realmente la dignidad y el acompañamiento del sufriente. Desarrollamos y estamos comprometidos con una medicina que busca el loable fin de prolongar la vida de los pacientes y que experimenta en muchas ocasiones el evento biológico de la muerte como una limitación técnica o un fracaso. En consecuencia, nos formamos y formamos profesionales sanitarios para lograr más y mejor vida y creo que de manera involuntaria dejamos a un lado nuestro aprendizaje sobre el proceso de la muerte y el buen morir en medio de una sociedad que hace todo lo posible por vivir, como si la muerte no existiera.

No me cabe la menor duda que el deseo de muerte es la expresión refleja de un sufrimiento intenso y en ocasiones, además, largo en el tiempo. Sin embargo, en el día a día de un hospital asistimos a situaciones en las que tanto las familias como el personal sanitario negamos el fracaso de la medicina; hacemos lo imposible para evitar la marcha sin retorno de nuestros seres queridos; Vivimos situaciones clínicas en las que personas como María José, acuden a urgencias, con complicaciones «por fin» mortales, y en las que el más que cuestionable «éxito» de la medicina logra salvar «la vida». Somos, por tanto nosotros mismos, los que en ocasiones, mantenemos (acompañamos) también por amor, en el tiempo, la vida y el sufrimiento. Somos pacientes, familiares y sanitarios, los que salvamos y mantenemos «vidas en pena» y evitamos que una complicación natural de la enfermedad sea la causa del tan ansiado fin. Los mismos que niegan la muerte cuando ésta llega de manera natural, la reclaman como derecho.

Por tanto, quizás sería conveniente antes de regular y normalizar a golpe de telediario algo tan íntimo, pasar a prime-time a Doña Muerte, conocerla bien y asumirla como parte de la vida. Para ello deben establecerse cambios profundos en modelo biomédico, el cual es claramente insuficiente a la hora de establecer objetivos claros frente a pacientes como María José y apoyarnos decididamente en equipos sanitarios formados y formadores en el arte del buen morir. Considero que solo de esa manera la reconoceremos bien, le abriremos la puerta como solución cuando de forma natural llegue, pero no dudaremos en que no hay más derecho que el de vivir dignamente incluso un sufrimiento.

* Oncólogo médico