Hace unas horas que en la ciudad de Córdoba ha dejado de existir una persona de excepción: Pilar Moraleda García. Indesmentible madrileña, intelectual de raza, universitaria apasionada y de una vocación envidiable, su vida profesional como docente se situó, desde su llegada a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba en los años inaugurales y exultantes de la Transición, en el dominio de la más absoluta ejemplaridad y excelencia. Alumnos, compañeras y compañeros veían en ella reflejados los valores más genuinos de la enseñanza y, en especial, del más elevado talante del Alma Mater en estado puro e incandescente. Competencia, solidaridad, estímulo irradiaban a cada paso y gesto de su dedicación sin orillas, con una entrega y optimismo que obligaba a cualesquiera de sus interlocutores a desechar toda tentación de negativismo con su apuesta a todo evento por la alegría del trabajo bien hecho, suprema satisfacción de la mujer y el hombre responsable con su oficio. Y ella lo era en grado sumo. El día, quizás ya no lejano, en que se acometa la debida y fruitiva empresa de reconstruir uno de los capítulos esenciales de la historia de la Universidad española del último medio siglo, deparará sorpresas sin cuento el constatar el esfuerzo hercúleo y la ilusión ilimitada que los cuadros de profesores de unos centros todavía supeditados a sus Universidades de origen durante largo tiempo --Oviedo, Salamanca, Santiago, Sevilla, Granada, Barcelona, Valencia...-- pusieron al logro de una pronto y merecido estatuto de madurez, conseguido en no pocos casos con un empeño que reclama la admiración y gratitud más sinceras de la colectividad española, que encontró en tal afán uno de sus más legítimos motivos de orgullo de un país y de unas generaciones que protagonizaron la etapa áurea del advenimiento y consolidación de la democracia.

La por entonces joven profesora de Literatura española fue, sin hipérbole ni panegírico alguno --opuestos, por lo demás, a su entrañada y atrayente modestia--, pieza mayor y, en más de un aspecto, clave de una muy difícil navegación que, en el caso cordobés, arribó a buen, a magnífico puerto en muy corta travesía. La animosa y muy solvente Sección de Filología Hispánica se aquistó sin tardanza un lugar destacado en una Universidad recién creada por la letra genesíaca del Boletín Oficial del Estado y, por ende, necesitada perentoriamente, cara a las exigencias de la sociedad y del, en conjunto, excelente profesorado de las enseñanzas primaria y media de la ciudad y provincia, de un funcionamiento al menos con calificación de notable. En la antigua capital califal esa ardua hazaña se logró merced --importará repetir-- a docentes de la calidad humana e intelectual de la mejor estudiosa de vertientes descollantes de la obra de su coterráneo Pedro Salinas así como de otras muchas páginas de la literatura española más actual, pues su sensible espíritu y buida inteligencia mantuvieron permanente contacto con los latidos más vivos de un presente por cuya deriva nacional e internacional, cultural y sociopolítica mostrara invariablemente, como intelectual de linaje acendrado, acuciosa y solícita atención.

En los inicios de un otoño, estación por antonomasia «de los estudios», en la expresión de uno de sus poetas predilectos, Fray Luis de León, preñado de negros presagios para el porvenir de la convivencia nacional, ejemplos inmaculados de honestidad profesional, ética personal y empatía a raudales impelen espontáneamente a afiliarse sin demora en el amplio componente de los luchadores por un mundo mejor.

* Catedrático