Como introducción al tema quizá de mayor relevancia una insignificante anécdota personal no resultará del todo inoportuna. Ha cuarenta años atrás, en la por entonces majestuosamente restaurada estación férrea de Atocha, el articulista gozó de una breve conversación con su muy admirado D. Pedro Laín Entralgo (1908-2001). En su trascurso, el autor de España como problema y de casi treinta libros más de envidiable hondura conceptual y factura estilística le preguntó al primero: «Cuenca, ¿ha leído el libro de Philippe Ariés El hombre ante la muerte? Sí, D. Pedro. Entre todos los grandes historiadores franceses del siglo actual es, desde luego, uno de mis predilectos». Al abajo firmante no le provocó excesiva sorpresa el que por entonces director de la Real Academia Española (1982-87) conociera al menos la porción sustancial de la obra del que gustara de etiquetarse como «historien de dimanche», debido a su condición de intruso en el noble y muy difícil oficio de Clío, a causa de su agotador trabajo profesional al frente de una vasta red comercial de índole frutícola. Imantado por la cuestión tanática en los siglos modernos, concentraría sus acribiosos estudios en su intensa proyección en todos los ámbitos de su rica cultura, con holgura especial, conforme es fácil imaginar, en su dimensión francesa. Por lo demás, el más grande tal vez de los muchos y descollantes ensayistas españoles de la segunda mitad de la centuria novecentista había dedicado al tema de la muerte numerosas páginas de sus libros dedicados al arte y la ciencia de la Medicina, desde los días de Hipócrates a los de Fleming, con incursiones mayores por los territorios y figuras hispanos, a la manera, del acabado perfil de su idolatrado D. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) o su no menos venerado D. Gregorio Marañón Moya (1886-1960).

El interés por el análisis tanático como revelador de la cosmovisión de cualquier sociedad -la norteamericana de finales del novecientos no dejó así de ser penetrada por su buido bisturí...- era coetáneamente compartido en nuestro país por otra insigne figura de las letras de la misma época lainiana. Compañero fraternal del humanista turolense en la Real Academia de la Historia, el sevillano D. Antonio Domínguez Ortiz (1909-2003), de aún refulgente memoria a los treinta años de su óbito en su entrañable patria chica y en el ámbito entero del modernismo hispano y europeo, descubriría igualmente una curiosidad insaciable por todo lo atinente al ancho, inabarcable universo de la muerte en la España de los Austrias menores. Con idéntica visión trascendente que su compañero en la Real Academia de la Historia, el mejor conocedor hasta la fecha de los hombres y avatares del mencionado periodo consumió un largo tramo de su, por fortuna, prolongada existencia en la reconstrucción del impacto de las grandes infecciones epidemiológicas en el transcurso de los Siglos de Oro, con muy elevada atención a la peste negra que tuviera como epicentro a la metrópolis bética, comediado ya el dilatado reinado de Felipe IV (1621-65). Nacido y criado en los aledaños del barrio de la capital hispalense más castigado por el flagelo de la Parca en la terrorífica hecatombe de 1647-52 , tal vez algunas referencias a la dramática plaga en el taller de su padre, durante una infancia también impactada por la epidemia de la «gripe española» de 1918-19, estimularan su imaginación infantil por la curiosidad ante una de las señas de la identidad de la ciudad del mito de D. Juan y la realidad de D. Juan de Mañara, el hospital de la Caridad y el barroco magnificente de los cuadros del cordobés asevillanado Valdés Leal...

* Catedrático